Padezco el olvido. Me pierdo entre edificios y
estaciones del metro. No recuerdo calles o puestos de comida rápida. A veces no
llego a casa y busco un hotel para pasar la noche. También sufro con las cifras
telefónicas. Es difícil contactar a mi novia cuando me atrapa este
desconcierto, y ahí estoy, en medio de una manifestación de trabajadores mal
pagados, intentando reconocer el celular, adivinando una numeración y un
abecedario que no es el de la escuela.
En algún evento conocí a una colega que equivoca los
sonidos. Al oír una voz aflautada piensa en el motor de un Nissan Tsuru modelo
98. Por el problema ha terminado en el aeropuerto en vez de la imprenta donde
trabaja. Su familia le regaló un reproductor de MP3 cargado de audios básicos
para evitarle confusiones. Así busca la referencia sonora necesaria. Puede
demorar en hallarla, pero desiste en tararear Tiahuanaco al sintonizar la radio
en la transmisión de un partido amistoso entre Guyana y Barbados.
Mi padecimiento es sencillo, dice ella, comparado con
el suyo. Me aconsejó anotar en papeles los números, nombres y direcciones
importantes. Aunque yo no le confié toda la verdad. Lo mío es complicado. Si
olvido es porque confundo. Una letra puede ser otra, la Z, una E, el número 4567,
un 3. Quizá es una deficiencia visual. En ocasiones me hago el ciego y le pido
ayuda a cualquier persona. Entonces, escuchando, Bolívar es en realidad Allende
y Pereira es Ciudad de México. Así desaparece el sentimiento de abandono, y por
una acción de lo posible llego a casa y le escribo a mamá. Le cuento cómo me ha
ido en el trabajo antes de iniciar las correcciones de los manuscritos.