- Aquí estás –dijo el
viejo cuando la
mujer buscó lugar a su lado, en una de las bancas del parque, y apoyó la cabeza sobre su hombro izquierdo.
- Gasté mi vida
buscando este lugar –continuó al sentirla cerca–. Ignoré a los míos para mirar
la iglesia y los cuervos, el faro y la luz en el agua. Al leer el nombre del pueblo,
sabía que vendrías. Pero pierdo mis fuerzas, ya no soy el joven que te soñó.
Por lo menos no he cerrado mis ojos antes de dar contigo.
Ella sonrió. Buscó
verlo de frente, y el
viejo pudo completar
el rempecabezas de aquel asombro parpadeante y lejano de sus nostalgias
oníricas:
el
cabello enmarañado entre
la brisa, los
labios tatuados por la arena, los
ojos suplicando un mar. Con
un dedo delineó
sus
cejas, sus
mejillas, su
cuello. Ella se dejó tocar. Lo dejó llorar. Luego acercó su cuerpo al de él y
le susurró al oído:
-Ya podrás cerrarlos.
Déjame yo cierro tus ojos, déjame hacer mi labor.