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viernes, 15 de febrero de 2013

Donde todos crecimos




Es una casona de fachada blanca y azul. Tiene espejos publicitarios de cerveza, mensajes de igualdad racial y laboral e indicaciones para las personas gustosas de fumarolas de dosis mínima exagerada. También hay recortes de periódicos locales con crónicas sobre su fama de bar, o taberna, o fuente de soda, o fonda, catálogo recíproco a la edad del cliente bebedor. De las bocinas pegadas en las paredes sale una suerte de tango o bolero, antes, con el sonido de aguacero al raspar la aguja el vinil; ahora, con la limpieza de lo digital al leer el laser los discos compactos. Su nombre y símbolo, dibujado en la entrada, es el ave que sostiene en su cola de abanico la mitad de los ojos de Argos.
A la casona se llega sin excusas y sin hora. Los pensionados agarran sombrero y borrachera e intercambian lugares con los invasores universitarios. Habrá que buscar sillas, no tomar mesa cerca de los baños sin censura y brindar con la otra ronda de frías. Entran los conocidos de infancia y se saludan de esquina a esquina. Entra la pareja de jóvenes enamorados, viven la felicidad de no tener dinero suficiente, entran mujeres en combos pequeños y un solitario les envía una dotación de cerveza. Quienes reparten la alegría o la pena embotellada, reciben a los bebedores con un plato de salchichón ahumado y limón: "Jhon, 1000 de cordero".
Y afuera está la pared blanca de la fumarola, el color de la bilis y los malos amores quedan en los andenes, y un cumplidor de horarios llama desde la venta de minutos a celular porque nadie avisa que llegará tarde.
Un viajero andino le escribió una crónica-adivinanza a la casona, donde vampiros periféricos arriman cada noche. Algunos siguen escondiendo en sus mochilas las botellas de Póker antes de pedir la cuenta, y una generación antigua toma fotografías de sus sillas y mesas: anhela regresar mientras está lejos de su ciudad y bebe y recuerda y abraza a quien vea.

8 comentarios:

  1. So esos lugares que no tine nada de glamoutosos los que me encanta entrar, aposentar mi trasero en una silla incómoda, pedir una "servesita" fría y comenzar a disfrutar del panorama, de esas gentes que entran y salen, que sumergen sus penas en alcohol para que así nunca se evaporen, esos olores a humanidad, esas conversas dea ida y vuelta...
    Son lugares donde mi imaginación se sienta a trabajar de forma desenfrenada.
    Besos de gofio.

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    1. Así es Gloría, son geniales. No se si es orgullo o vergüenza, pero yo casi casi que inicié mi vida en El Pavo, je. NO los dejes de visitar, uno encuentra situaciones y personajes que ni imagina.
      Saludos.

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  2. Las urbes nos devoran en sus tripas como una pastillita al punto de hacernos creer en la plenitud de su gloria; vivimos un museo de lo quimérico, todo relativo y poseedor de sus cosmogonías y mitos.
    En el ser o no ser; las apuestas se cargan al ser.
    No saben lo que obtienen los que apostaron al realismo de la nada.
    Lo que sí tienen éstas grandes ciudades es que si regresas a ellas te reconectas a una sobrecarga de energía.

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    1. Carlos, cada uno tiene su ciudad. Tienes razón en decir que nos asombramos por tanta grandeza o gloria de las grandes ciudades. Pero cada uno ve su urbe, su ciudad, con recuerdos y le parece, a veces, que son sólo algunos espacios los que la reconstruyen.

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  3. Querer o no querer estar en una gran ciudad quizás sea irrelevante porque al final se acaba por hacer la vida en un perímetro limitado o yendo a los mismos lugares donde hay gente conocida, desconocida.
    Me gustó El Pavo.

    Saludos

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    1. Mucha razón Pilar. Uno llega a una gran ciudad con ganas de devorarla y termina sólo reconociendo ciertos lugares, y de allí, casi no sale.
      Saludos.

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