Es
el primer sábado de septiembre. Los integrantes de Pueblos sin fronteras llegan
al estacionamiento de la Estancia Municipal de Infractores. Llevan pancartas y
mantas. No son más de sesenta. Han caminado las calles de Tijuana desde el
mediodía. Son las tres de la tarde. Gritan “no están solos” frente a los
policías. Repiten “no están solos” en un intento por dar un abrazo a quienes
cargan la etiqueta de deportado o migrante y están en una celda.
Son
de El Salvador, Guatemala, México, Estados Unidos y Honduras. Su mensaje hace
parte de la campaña ‘Marcha por la dignidad’. Quieren frenar el abuso de poder de
la fuerza pública: las extorsiones en los alrededores del canal del Río
Tijuana, los levantamientos cerca a los trabajos o colonias si la voz y la piel
son una cosa ajena, un no-lugar en los mapas, un cuerpo carente de espacio en la
ciudad.
“Basta
ya, basta ya a la poli de robar”, exigen. Registran con sus teléfonos los
testimonios de hombres y mujeres que doblaron en la esquina equivocada y resultaron
detenidos. “Acá se está desmayando uno y no hacen nada”, grita un hombre al
abrir las puertas traseras de una furgoneta policiaca. En su interior hay
cuatro personas tras una reja. “Hablen. No se queden
callados. Aquí están las cámaras”, les dicen, pero parece que junto a las
billeteras y el dinero también les decomisaron las palabras.
Cuando
los marchantes rodean la furgoneta, los policías se acercan y usan sus
teléfonos: graban rostros, manos, conversaciones. Irineo Mujica, vocero de
Pueblos sin fronteras, informa que el director de la Estancia dio la orden de
liberación. Entonces esperan, ven caminar hacia ellos a quien quita el candado
de la reja, esperan, y sueltan abrazos al recibir entre los suyos a las
personas detenidas ese primer sábado de septiembre. “Sí se pudo”, grita Irineo,
“Sí se pudo”, es la respuesta de sus compañeros, el cántico de retirada
mientras recorren de nuevo las calles de Tijuana.
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