La
familia camina por el malecón de Playas de Tijuana. Son el padre, la madre, dos
niñas y una joven, quizá de 20 años. Es un domingo de julio, es una tarde que
pronto caerá, aunque el sol persiste en su cenit.
Las
olas del Pacífico parecen brazadas de gigantes. Los surfistas observan como el
mar se eleva. En los cafés hay gringos y tijuanenses que toman cerveza
artesanal. En las marisquerías hay gringos y tijuanenses que toman Tecate roja.
En la entrada de los restaurantes se agolpan los grupos de norteño y banda;
traen la tuba, el acordeón, los platillos, la guitarra y muchos sombreros. Un
hombre toca una jarana, canta el son El Siquisirí y también usa sombrero. Los
músicos de Tijuana no olvidan el sombrero en casa. Arriban los orientales.
Bajan de un bus. De sus cuellos cuelgan las cámaras Nikon y Canon. Observan el
Faro y se toman fotografías cerca del obelisco, e intentan leer: “Límite de la
República Mexicana. La destrucción o dislocación de este monumento es un delito
punible por México o los Estados Unidos”. El muro fronterizo es el fondo de la
imagen. Los orientales hacen el signo de la paz cuando los enfocan otros
orientales con los lentes gran angulares. También la familia busca el muro,
deja el malecón y camina sobre la arena. Cuando alcanzan el límite de la
República Mexicana, una de las niñas saca un teléfono móvil y toma una foto del
padre, la madre y las hermanas. Luego cambia de rol con la otra niña. Ahora
ella aparece en el retrato junto a los suyos.
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