Poco fue el dinero
ganado en la última presentación del día. Chapetín, el payaso del barrio, bajó
del autobús ya entrada la noche, y caminó lento hacia su pensión, Se introdujo
a través de corredores que a lado y lado levantaban un encierro de casas bajas
con luces de incendio
y melodías caleñas en su interior. Al fondo de la calle
una escalera de viacrucis partía en dos una colina de construcciones
descuidadas, como pesebre después del 6 de enero. Chapetín sabía su ruta. Le pesó no haberse quitado antes
sus zapatos de gigantismo. A cada paso suyo, un snoc seco era celebrado por
niños en manga de esqueleto que aparecían en los portales de las casas, sólo
para gritar hacia adentro, a una madre o un padre cansado, “ya viene el
payaso”.
Antes de llegar a la
pensión, la menos querida del lugar, y con la fama de mujeres extrañas en sus
pasillos, contó el dinero recogido en el día y resopló. Se dirigió hacia la tienda
esquinera de la cuadra
en busca de leche y huevos. El tendero, que cargaba pila sin medir el
desparpajo y tomaba cerveza en compañía de los muchachos de la motocicleta, supo
quién iba a ser su burla gastada al escuchar el snoc en creciente de unas
pisadas. Fue un ir y venir de bromas entre el hombre y el payaso; humor
busetero, voz aguda y pervertida, risa apabullante, bufón inquisidor, el
azaroso destino de un visaje casposo y
boleta. Era difícil seguir el ritmo apañador de Chapetín. El tendero lo
reconocía, pero no estaba en su naturaleza razonar experiencias. Tipo fantoche
ante los duros del barrio. Mejor saludar con señas y rogarle a dios que su
sarcasmo no intentara algún ataque provocador de un ritmo de tartamudo y
mentadas de madre.
Resultó bravo el
achante del tendero al intentar joder al de los zapatos grandes. Luego de la
batalla, el hombre observó a su contrincante dirigirse hacia la otra esquina,
abrir la puerta de la pensión, voltear a mirarlo y lanzarle besos. Los
muchachos de la motocicleta recibieron
carcajeados los cariños.
Chapetín se encerró en
su habitación, no salió a la fiesta irremediable de un barrio encajado en un
viernes cuando sus vecinas lo invitaron en el pasillo al sentir venir la música
del Grupo Niche desde la calle. Aunque las llenó de cuentos verdes, las
nalgueó, apretujó
sus cuerpos y las invitó a terminar la jornada en su cama.
Después de verlas perderse en la voluptuosa noche y cerrar la puerta de su
refugio, prendíó el velador de San Juditas que tenía en una mesa de noche y
dejó atrás las bromas y el ruido, los hombres, su mundo, la furia de la
parranda siempre juvenil, las bocas de metal sobre la mesa de la tienda, la
leche, los huevos, lo güevones y pendejos. Dejó atrás, en el corredor de su
cuarto, un tiradero de globos desinflados
y
cornetas, el desespero al colgar el sombrero de flor en un perchero heredado,
sus nervios al quitarse el moño en la oscuridad sin ventanas. No pensó en el
calzado hiperbólico al lado de un vestido para el calor y un par de tacones
nuevos. En un rincón del baño olvidó el overol estrambótico y la camisa de
pepas gigantes.
Se sintió bien al desnudarse y desprendió la faja que apretaba sus senos. Vino
el ritual del desmaquillaje, y mientras pasaba un algodón humedecido con agua
de rosas por su rostro, detalló frente al espejo como desaparecía blanco que la cubría. Entonces sonrió.
Nos trae el recuerdo de que el payaso es un enmascarado.
ResponderEliminarAlguien que se deshinibe al presentarse con una personalidad que tapa la propia, que puede esconder sus lágrimas entre las risas que provoca y que se siente más aceptado así oculto que mostrando su verdad. Y es que quizás carece de alguna, o la que tiene es dolorosa.
Claro Carlos. De alguna manera todos tenemos nuestra máscara , poco mostramos el rostro, lo que somos.
EliminarAbrazos.
Corrección: Desinhibe, se cambió la h en mi prisa.
ResponderEliminarMuy bueno, Eskimal, me llevaste por la historia como si estuviera embobado, y me hiciste abrir la boca al final, eso no lo consiguen muchos.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
HD
Gracias Humberto, algo de mérito tuvo entonces publicarla. Abrazos.
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