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jueves, 20 de febrero de 2014

Lectura en la serpiente metálica


Para leer están las bibliotecas. Sus salas hechas de libros se expanden en las páginas que en mesas básicas con lámpara incluida, los lectores devoran como si hallaran algo más vívido que la misma vida. En la Lucy Tejada, la Luis Ángel Arango o la Darío Castrillón de Pereira, en el Centro Cultural Comfandi de Cali o en la Vasconcelos de Ciudad de México, he reconocido un animal urbano cuyo protagonismo y rostro circunstancial se desvanece al cruzar la recepción, registrarse y sonreír al personal de seguridad y la bibliotecaria.
Llega el soplo del indagador, quien busca con pluma y papel una especie de dirección en una ciudad habitada desde diferentes lugares. López Jaramillo, Bradbury, Jelinek o Poe son algunos intentos de hacer diálogo. Nos reciben, nos dan la llave de la puerta y habitamos los rincones posibles. Podrá distinguir a los otros, los mismos, en un ir y venir entre sus mesas de lectura y los anaqueles. No tienen rostro, ni otro interés aparte de las historias. Alguna vez los escuchará romper el silencio con un estornudo o carraspeo de garganta, se mirarán de reojo y distinguirán a lo lejos, quizá los memorice y los llame compañeros, sin embargo nada hablarán. A veces comerán tiempo y custodiarán el reloj y el término de minutos. Dejarán el libro muerto en el carrito recolector y saldrán puros, salubres.
Y el estado lector (¿podremos alcanzarlo?) de un escucha ubicuo y anónimo, conciente de su respiración y el sonido del papel en la vuelta de página, ola diminuta encerrada en caracol, se pierde si hay un interés antropológico sobre el espacio: las otras islas y sus náufragos de luz artificial. Ve usted al viejo en su lectura serena de un tomo enciclopédico. Divisa a uno de su especie, indaga a la mujer que busca refugio en un sofá para olvidarse en un poemario (Tal vez de Piedad Bonnett). Ella regalará la nostalgia directa de sus ojos y el descuido voluntario de su cabello. Querrá saludarla, querrá hablarle de una corriente literaria nunca leída en un intento de hombre versado en nada. La invitará a un bar pereirano, cerca de la sexta con 22, donde pueda encontrar esa mirada e intentar acomodar ese mechón rojo sólo por tocarla. Pero las mujeres son almas de biblioteca, no hay opciones, y usted sabrá una verdad ante un intento de atracción visual negado: ellas quieren leer.
“Para leer están las bibliotecas”. Leerlo en voz alta invita a intentarlo en un lugar donde pocos van a hacerlo. Se lee es en el metro, en un tren, no en un bus: padecimiento de carreteras y golpes de timón, no en un auto: diálogo seguro o estación de radio al alcance de sus oídos. En la serpiente subterránea y aérea, de  hierro y metal, de ciudad y ruido, las páginas son holograma y lenguaje, dejan de ser objetos acumulados, tiemporales.
Usted está en la estación San Antonio Abad, digamos Ciudad de México, digamos Línea Azul. A lo lejos divisa el inicio de la otra parada y una luz que poco a poco toma forma y llega como un tren hecho a punta de Stop Motion. Ya está próximo, da una palmada esperanzadora a su morral y aguarda junto a otros pasajeros. Los empujones son inherentes a las ansias y a la batalla por un lugar seguro en el cual pueda abordar sin restricciones de educación civil.
Apenas se abra la puerta del vagón, el calor humano dejará de ser una metáfora. En su interior, las leyes físicas son posibilidades. Dos cuerpos pueden ocupar el mismo espacio. Aunque en Pino Suárez algunos usuarios estresados se quedan, siente alivio, sigue de pie. En Zócalo ya encuentra un lugar desocupado, y si no encuentra la mirada cansada de una mujer mayor, podrá sentarse y sacar de su morral la voz de Alejandra Olmos. Al tomar el metro de noche, no le afectará el peso de un día de trabajo. La lectura será el mismo viaje, a pesar de recibir las apreciaciones filológicas de un borracho o el interés risueño y el guiño de ojo del ‘romanticón’ de los últimos vagones.
Pero es en la tarde cuando toma el metro en San Antonio Abad y ya ha pasado Zócalo y saca a Sabato, prestado, además, en la Vasconcelos. Abrirá sus hojas, retirará el separador, nadie lo indaga, nadie se interesa en usted y hay otros con el sonido de la ola de mar entre sus manos y lejos de un reloj. En ese instante, las mujeres lectoras poco lo atraen y los hombres se gastan en algún recuerdo. Las charlas ajenas serán inútiles, ese silencio perturbador de las bibliotecas desaparecerá. Seguro de estar rodeado de personas, de su alegre indiferencia, leerá a gusto hasta Cuatro Caminos. Termina la línea azul. Podrá abordar el tren de retorno.

Al esperar la otra serpiente de metal, observará a algunos de su especie abrir morrales y guardar libros, cautelosos en recordar a un Ixca Cienfuegos nocturno en el Centro Histórico. No habrá saludo, sólo miradas y quizá un reconocimiento de cejas. Ya recordará a los otros, a quienes encontró recostados contra la pared de alguna estación declamando a los real viceralistas, sonrientes ante las caídas de Sawyer o estremecidos por la aparición de Cthulhu al doblar cualquier esquina.







6 comentarios:

  1. Me fui de estación en estación con vos, hermano. Ahora mismo no estoy leyendo nada (tengo en la nevera como 10 libros que aún no me gano) pero moviéndome contigo por DF, leí de nuevo y sentí toda la fuerza y la magia de la palabra escrita. Gracias por ese regalo metro a metro.

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    1. Gracias a su mercé Luis, por gastar un rato de su tiempo y leer esto. Espero verlo pronto y darle un gran abrazo maestro.

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  2. Interesante relato- No leo escribo aunque entiendo a los que leen- lo que otros escriben...
    mil besos

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    1. Claro, hay que entenderlos, sin lso lectores la escritura no se justificaría. Abrazos

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  3. Amable Gustavo, tarde pero he leído esta entrada. Ha recreado la lectura subterránea y me siento maravillado de leerlo. Un abrazo.

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    1. Revisando el blog me encontré su mensaje, mucho tiempo después, perdón, no lo había notado. Supongo quién es la persona que lo escribió, pero no lo diré. Lo dejaré así porque recuerdo el proyecto de Vecinos Pereira y me da lástima que haya terminado. Abrazos.

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