Para leer están las
bibliotecas. Sus salas hechas de libros se expanden en las páginas que en
mesas básicas con lámpara incluida,
los lectores devoran como si hallaran algo más vívido que la misma vida. En
la Lucy Tejada, la Luis Ángel Arango o la Darío Castrillón de Pereira, en el
Centro Cultural Comfandi de Cali o en la Vasconcelos de Ciudad de México, he
reconocido un animal urbano cuyo protagonismo y rostro circunstancial se desvanece al
cruzar la recepción, registrarse y sonreír al personal de seguridad y la
bibliotecaria.
Llega el soplo del
indagador, quien busca con pluma y papel una especie de dirección en una ciudad
habitada desde
diferentes lugares. López Jaramillo, Bradbury, Jelinek o Poe son algunos
intentos de hacer diálogo.
Nos reciben, nos dan la llave de la puerta y habitamos los rincones
posibles. Podrá
distinguir a los otros, los mismos, en un ir y venir entre sus mesas de lectura
y
los anaqueles. No tienen rostro, ni otro interés aparte de las historias.
Alguna vez los escuchará
romper el silencio con un estornudo o carraspeo de garganta, se mirarán de
reojo y distinguirán a lo lejos, quizá los memorice y los llame compañeros, sin embargo nada hablarán.
A veces comerán tiempo y custodiarán el reloj y el término de minutos. Dejarán el
libro muerto en el carrito
recolector y saldrán puros, salubres.
Y el estado lector
(¿podremos alcanzarlo?) de un escucha ubicuo y anónimo, conciente de su respiración y el
sonido del papel en la vuelta de página, ola diminuta encerrada en caracol, se
pierde si hay un interés antropológico
sobre el espacio: las otras islas y sus
náufragos de luz artificial. Ve usted al viejo en su lectura serena de
un
tomo enciclopédico.
Divisa a uno
de su especie, indaga
a
la mujer que busca refugio
en un sofá para
olvidarse en un poemario (Tal vez de Piedad Bonnett). Ella regalará la nostalgia directa de
sus
ojos y el descuido voluntario de su cabello. Querrá saludarla,
querrá hablarle de una
corriente literaria nunca leída en un intento de hombre versado en
nada. La invitará a un bar pereirano, cerca de la sexta con 22, donde pueda
encontrar esa
mirada e intentar acomodar ese
mechón rojo sólo
por tocarla. Pero las mujeres son almas de biblioteca, no hay opciones, y usted sabrá una verdad ante un intento de
atracción visual negado:
ellas quieren leer.
“Para leer están las
bibliotecas”. Leerlo en voz alta invita a intentarlo en un lugar donde pocos
van a hacerlo. Se lee es en el metro, en un tren, no en un bus: padecimiento de
carreteras y golpes de timón, no en un auto: diálogo seguro o estación de radio
al alcance de sus oídos. En la serpiente subterránea y aérea, de hierro y metal, de ciudad y ruido, las
páginas son holograma y lenguaje, dejan de ser objetos acumulados, tiemporales.
Usted está en la estación San
Antonio Abad, digamos Ciudad de México, digamos Línea Azul. A lo lejos divisa el inicio de la otra parada y una luz que poco a poco toma
forma y llega como un tren hecho a punta de Stop
Motion. Ya está próximo, da una palmada esperanzadora a su morral y aguarda
junto a otros pasajeros.
Los empujones son inherentes a las ansias y a la batalla por un
lugar seguro en el cual
pueda abordar sin restricciones de educación civil.
Apenas se abra la
puerta del vagón,
el calor humano dejará de
ser una
metáfora. En su interior, las
leyes físicas son posibilidades. Dos cuerpos pueden
ocupar el mismo espacio. Aunque
en
Pino Suárez algunos usuarios estresados se
quedan, siente alivio, sigue de pie. En Zócalo ya encuentra un lugar desocupado, y
si no encuentra la
mirada cansada de una mujer mayor, podrá sentarse y
sacar de su morral la voz de Alejandra Olmos. Al tomar el metro de noche, no le afectará el
peso de un día de trabajo.
La
lectura será el mismo viaje, a pesar de recibir las apreciaciones filológicas
de un borracho o el interés risueño y el guiño de ojo del ‘romanticón’ de los últimos
vagones.
Pero es en la tarde
cuando toma el metro en San Antonio Abad y ya ha pasado Zócalo y saca a Sabato,
prestado, además, en la Vasconcelos. Abrirá sus hojas, retirará el separador, nadie
lo indaga, nadie se interesa en usted y hay otros con el sonido de la ola de mar entre sus
manos y lejos de un
reloj.
En ese instante,
las mujeres lectoras
poco lo atraen y los hombres se gastan en algún recuerdo. Las charlas ajenas serán inútiles, ese silencio perturbador de las bibliotecas desaparecerá.
Seguro de estar rodeado de personas, de su alegre indiferencia, leerá a gusto hasta Cuatro Caminos. Terminará la línea azul. Podrá abordar el tren de
retorno.
Al esperar la
otra serpiente de metal, observará a
algunos de su especie abrir morrales y guardar libros, cautelosos en recordar a
un Ixca Cienfuegos nocturno en
el Centro Histórico. No habrá
saludo, sólo
miradas
y quizá un
reconocimiento de cejas. Ya recordará a los otros, a quienes
encontró recostados contra la pared de alguna estación declamando a los real viceralistas,
sonrientes
ante
las caídas de Sawyer o estremecidos
por la aparición de Cthulhu al doblar cualquier esquina.
Me fui de estación en estación con vos, hermano. Ahora mismo no estoy leyendo nada (tengo en la nevera como 10 libros que aún no me gano) pero moviéndome contigo por DF, leí de nuevo y sentí toda la fuerza y la magia de la palabra escrita. Gracias por ese regalo metro a metro.
ResponderEliminarGracias a su mercé Luis, por gastar un rato de su tiempo y leer esto. Espero verlo pronto y darle un gran abrazo maestro.
EliminarInteresante relato- No leo escribo aunque entiendo a los que leen- lo que otros escriben...
ResponderEliminarmil besos
Claro, hay que entenderlos, sin lso lectores la escritura no se justificaría. Abrazos
EliminarAmable Gustavo, tarde pero he leído esta entrada. Ha recreado la lectura subterránea y me siento maravillado de leerlo. Un abrazo.
ResponderEliminarRevisando el blog me encontré su mensaje, mucho tiempo después, perdón, no lo había notado. Supongo quién es la persona que lo escribió, pero no lo diré. Lo dejaré así porque recuerdo el proyecto de Vecinos Pereira y me da lástima que haya terminado. Abrazos.
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