El esposo agarró el
cuchillo, se sentó junto a la mujer, le acarició el vientre. Luego rebanó la
carne. Cuidó la simetría en los cortes para así tener una cena digna con los
suyos. Al terminar, puso cada plato en cada lugar de la mesa-comedor y acarició
de nuevo el vientre de la mujer. Imaginó una vida renovada: educación, viajes
vacacionales, abrazos como unidad; su primogénito crecía
en un lazo puro, sin descendencias sueltas… su primogénito… Lo reafirmaba
cuando volvía del trabajo, cuando dormía, cuando recibió al hijo de su primer
matrimonio, cuando la mujer no estuvo de acuerdo y él supo que había un estorbo
en la casa, cuando ese día de la semana llamó al pequeño a cenar y empuñó hasta
doler el cuchillo, ya manchado de sangre.
De absoluto terror, sobre todo por existir en el universo de lo posible.
ResponderEliminarExtraña especie la humana. Como que no igualamos a pesar de todo.
Ni nos sentimos de la misma tribu. Un abrazo.
Carlos, tienes razón. Somo extraños. Aún nos dividimos, aún no nos reconocemos en el otro, aún nos matamos.
EliminarAbrazos.