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lunes, 21 de septiembre de 2015

Señora Aura

De niño pasé algún tiempo en Cali. Mi primer viaje solitario en bus intermuncipal lo hice a los doce años. Tres horas y media de línea recta y colinas infladas como levadura al tomar la forma de un pan. Salí tarde de Pereira. No recuerdo el tiempo del reloj, pero aún tengo la imagen de mis padres en la terminal cuando el bus se alejó y yo, buscando lugar cerca de una ventana, los veía en la acera como estatuas, en espera, quizá, del paso por la caseta de salida, una forma de asegurar que el viaje sería el mejor.
Llegué en la noche a Cali. Dos rostros sin referente en mi imaginario familiar se acercaron a la ventana del bus por la cual miré una ciudad mítica, donde la salsa es un credo y el calor un abrazo continuo. Los rostros eran los Marios: Mario, mi primo, un muchacho delgado que los fines de semana pasaba su tiempo por el Parque del Avión y, si no fallo en nostalgia, tenía un uniforme tipo agente del INPEC. Estudió en Santa Librada, estudió en un poema para un adiós. Quizá es uno de los últimos colombianos que perdió un año de colegio; ya nadie lo pierde.
El otro Mario es mi tío, un hombre que al hacer alguna tarea doméstica ponía cara de guardia de bar. Alguna vez lo acompañé en su tiempo de boleros. Al regresar de su trabajo, ponía a rodar un disco en el equipo de sonido y cantaba con voz baja, recostado en el sillón de una sala amplia. Era la casa donde el calor se desvanecía, una casa de rejas en el barrio La Merced, la Tercera Norte, mi lugar caleño favorito. Todavía lo veo regalándole mil pesos a un joven perdido cerca del Pascual porque no tenía completo el pasaje de bus “Uno no sabe cuándo necesita pedir ayuda”. Justificó.
Ellos me llevaron a ese hogar horizontal. Viene la imagen de un Renault 4 azul, no estoy seguro, pero con los Marios llegué a La Merced, al Jardín Los Pitufos. Conocí también a Daniel, mi otro primo, un niño con la forma de una guadua, con un corte de cabello tipo hongo que ponía en evidencia la herencia de globo cefálico de los Vargas, mi primer apellido. Un niño de energía pura donde no cabía la palabra sedentarismo.
Y Patricia, mi tía nueva. Para ella la palabra bailar no se dice si no hay compás y vuelta y baldosa vibrante. Nadie niega, ni ella misma, su temperamento, ni como me hizo sentir en mi propio hogar con cariño y regaños desbordados y parejos sin obedecer ramas genealógicas o parentescos sanguíneos. Todos éramos culpables y yo no era sólo el primo de visita.
Entre ellos (Camila aún no llegaba) había una mujer clara, una reina silenciosa alejada de su orbe, hecha de nostalgia perdida, intentando sostener su mirada oriental sobre una ciudad que se revienta en fiesta. La señora Aura no es etérea, no camina sobre nubes. Sus pies son delgados, aunque sus pasos se sienten en la casa de La Merced. Sus cabellos blancos parecen hilos finos tejidos en las noches por ella misma. Su sonrisa no es continua, ni ancha, y cuando la regala no es en vano.
La señora Aura es una parte vital de ese Cali mío. Es un vestido con estampado de flores, una camisa de mangas cortas y el llamado a almorzar. La he escuchado en sus cantos de fe mientras cocina, la única mujer que me ha dicho Gustavito. Su voz es mi más vivo recuerdo, algo pausada, de abuela y madre, despertando cada rincón de la casa y es cariño y pan y chocolate mañanero. He sido parte de su caravana de carritos metálico y bolsas de tela, junto con mi tío Mario, el guía de los nómadas frutales, que en las primeras horas  domingueras busca los mercados de pregoneros y de intercambio. Mi recompensa, las arepas de queso en una canastita al desayuno, el azúcar moreno junto al café, una mirada de asombro cuando quebré el cristal de la lámpara de castillo del comedor.

Me llega un sábado de junio a mis doce años, tres de la tarde, la esquina de un barrio en Cali, la espera de un bus junto a la señora Aura. Creo haber mirado su rostro. Ahora puedo imaginar: ella sostiene la figura de un profeta fatigado sin poder develar el futuro. Observa con intensidad hacia una calle. Una imagen, tal vez, habrá revivido cierto encuentro, descubrimiento de niña, anhelo en sus manos no concretado. Luego relaja el rostro, un adiós pronunciado para sanar… Señora Aura…Allí tomamos el bus hacia La Merced, allí desembocamos en la Tercera Norte y desde ese día seremos esa ruta hecha siempre de ocasos.

7 comentarios:

  1. Me gustó mucho, se me ocurrió que si conociera los lugares, podría disfrutarlo más, es que soy realista.
    Un abrazo.
    HD

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    1. Amigo Humberto, cuando quieras me dices y vamos. Te muestro los lugares, bueno, el problema es que ahora estoy en México y no en Colombia.
      Abrazos.

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  2. Me ha gustado mucho tu relato y ma parce vivir en ese Cali, me ha gustado como terminas diciendo:
    "desde ese día seremos esa ruta hecha siempre de ocasos."
    un abrazo
    fus

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    1. Gracias Fus. Muy amable de tu parte. Me pasaré por tu lugar.
      Saludos.

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    1. Claro Mucha, aunque sería interesante si se puede descubrir otro sabor. Abrazos.

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