Cierra
la mano en lo alto cuando alguien más lo hace. El puño es la hoguera vista a lo
lejos que otro imita para hacer llegar la señal. Es la negación al cuerpo
encorvado y los pasos hacia atrás. Allí están los escombros. Una cinta amarilla
los retiene como si fueran animales salvajes. Pueden despertar, pueden caer de
nuevo si la tierra estornuda y decide no preocuparse por nada. Y bajo sus
cuerpos de hierro y concreto una palabra de auxilio busca salir entre las
aberturas. Cierre la mano y combata el silencio. Hace silencio para rasgarlo y
percibir un respiro, un tic tac toc seco contra una pared partida, un zapateo
extinto, un soplo evaporado. Afuera, detrás de la cinta, escuche, olvide que es
usted, que no sabía cómo ayudar y se paró al lado de otro desconocido y pasó
agua y pan y leche. Olvide qué era antes, ya no piense en lo oscuro de la
noche. Allí, su puño en lo alto porque debe hacerlo notar, nadie dijo “álzalo”,
nadie dijo “debes venir y ponerte un cubrebocas y llenarte de polvo y sudor”.
Lo sabe, llega anónimo y se va anónimo, sin conocer nombres. Espera aplaudir y
estrechar manos cuando entre el silencio hallen la existencia de un ruido y el
puño se abra, aunque todavía no es tiempo de volver a casa.
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