Conozco a un barman que escribe historias cortas en una libreta sobre las
posibles muertes de los posibles clientes de Kumbala.
Son pasajes anecdóticos,
contados en primera persona, donde la descripción de una mancha de sangre cubriendo
el anillo de matrimonio del asesino, es un reclamo milimétrico a las plantillas
genéricas en la literatura amarillista.
En la libreta, sin mentir, hay tantos finados como días tiene el año. El barman observa a las personas cuando entran al bar, prefiere a las
solitarias nocturnas, y si encuentra algún movimiento torpe en cualquiera (No puedo descifrar
su método de selección
entre
quienes van
por un trago),
él mismo la
atiende;
espera con paciencia dónde se ubicará, su
orden
y luego pregunta el nombre. Entonces anota los datos en una hoja limpia y
propone
la historia. Al terminarla le
invita
un trago a la agradecida y ficcionada víctima. El barman responde toda amabilidad, y dice: “No agradezca,
algún día usted se muere y es bueno llevarse un buen recuerdo de este rincón de la ciudad”.
Fue una mujer quien tomó la libreta olvidada sobre la barra. Hojeó un poco, sin interés, pero al leer una de las narraciones dejó unos billetes bajo la botella de cerveza
y salió del
bar.
Paró
un taxi al otro lado de la calle,
lo recuerdo. Antes de subir al auto miró hacia el interior de
Kumbala, hacia el lugar donde estuvo sentada. La bebida, su dinero y la libreta
seguían en el mismo punto. Trató de buscarme con sus ojos.
Evadí aquella mirada.
Lo
duro de la situación
me permitía ese desplante.
En la tarde del día siguiente las noticias radiales anunciaron otro suicidio: una joven de 30 años se lanzó desde el octavo piso del edificio
de la lotería local. Ya iban 7 en lo corrido de la semana. Yo escuché el informe mientras planchaba
mi
traje de gala, pues
en
la noche se festejaría en
Kumbala el surgimiento de otro narrador
pereirano.
Que buena entrada el eskimal!
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