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martes, 19 de abril de 2011

Finales en Kumbala

Conozco a un barman que escribe historias cortas en una libreta sobre las posibles muertes de los posibles clientes de Kumbala. Son pasajes anecdóticos, contados en primera persona, donde la descripción de una mancha de sangre cubriendo el anillo de matrimonio del asesino, es un reclamo milimétrico a las plantillas genéricas en la literatura amarillista.  
En la libreta, sin mentir, hay tantos finados como días tiene el año. El barman observa a las personas cuando entran al bar, prefiere a las solitarias nocturnas, y si encuentra algún movimiento torpe en cualquiera (No puedo descifrar su método de selección entre quienes van por un trago), él mismo la atiende; espera con paciencia dónde se ubica, su orden y luego pregunta el nombre. Entonces anota los datos en una hoja limpia y propone la historia. Al terminarla le invita un trago a la agradecida y ficcionada víctima. El barman responde toda amabilidad, y dice: “No agradezca, algún día usted se muere y es bueno llevarse un buen recuerdo de este rincón de la ciudad”.
Fue una mujer quien tomó la libreta olvidada sobre la barra. Hojeó un poco, sin interés, pero al leer una de las narraciones dejó unos billetes bajo la botella de cerveza y salió del bar. Paró un taxi al otro lado de la calle, lo recuerdo. Antes de subir al auto miró hacia el interior de Kumbala, hacia el lugar donde estuvo sentada. La bebida, su dinero y la libreta seguían en el mismo punto. Trató de buscarme con sus ojos. Evadí aquella mirada. Lo duro de la situación me permitía ese desplante.

En la tarde del día siguiente las noticias radiales anunciaron otro suicidio: una joven de 30 años se lanzó desde el octavo piso del edificio de la lotería local. Ya iban 7 en lo corrido de la semana. Yo escuché el informe mientras planchaba mi traje de gala, pues en la noche se festejaría en Kumbala el surgimiento de otro narrador pereirano.
 

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