Despierto. La flor de muerto cubre el
piso. Debo levantarme para sentir en mis pies esa superficie de cosquilleos.
Hace tiempo no tenía un sueño tan profundo, y el abrir los ojos es un sobrepeso
en los huesos, una falta el movimiento. No me siento cansado, solo es una vaguedad
diluida poco a poco, caminando, siguiendo el olor húmedo de la flor, el tapete
amarillo creciendo en cada esquina. Pensé en una ilusión: en cualquier momento volvería
a mi realidad, caería como una roca en un precipicio infinito.
La casa no cambia. Veo entrar a mis
hermanos en las habitaciones, escondiéndose, saludándome, invitando al juego de
calacas que inventamos. Veo a mi madre, joven, tomando de la mano a sus hijos,
obligándolos a buscar lugar en la mesa. Con sus palabras de cocinera me invita
a pasar. Mi padre, de mostacho tímido, en la cabecera del comedor. En frente
suyo, el olor a chocolate y el pan de muerto aparecen. No hubo tiempo de espera.
Cada uno busca la calidez de la bebida bajando por el cuerpo, esponjando la
alegría con el pan, llenando los labios de azúcar, lamiendo los bigotes y
anhelando repetir. Están satisfechos. Me recuerdan, lo sé. Mamá es quien me guía
hacia la ofrenda.
Las fotografías no se gastan, aún
consiguen el efecto de recobrar el pasado, cada rasgo familiar en medio del papel
maché y las calaveras dulces. Veo el sombrero de juglares que un náufrago sureño
me entregó cuando pisó la costa, mis monas de futbol, los cómics de superhéroes
del gabacho; mi máscara de Octagón, un libro sin abrir. Es triste volver solo
en noviembre. Los míos lo supone: lo reflejo en el rostro.
Hay también un retrato de los abuelos.
Los esperamos para la cena.