Charlot, presiento,
quiere bajar de la pared. Lo hemos colgado para ostentarlo. Quien entra al bar
y busca una mesa puede verlo. Es imposible pasarlo por alto, olvidar su
sombrero diminuto y bigote trémulo. Luego recordar, porque recordamos a
Charlot, su bastón malabarista y los zapaticos de baile. Él, destinado a los
aplausos en cualquier lugar, en su siempre tiempo en grises, con su tamaño de
niño y mirada de olvido, intenta algo de vida en el bar cuando los primeros
clientes lo suponen en silencio y buscan saludarlo al acercase. Observan,
esperan, anhelan.
No sé definir esa
promesa existente en su figura, a Fifo y Miguel les pasará igual. Sé que
también indagan sus pies, sus manos, lo hacemos de reojo al pasar cerca de él
mientras llevamos un pedido de café. Los comensales alzan sus cejas si los
topamos en el camino, no para reclamar la orden de bebidas atrasadas, sino para
conocer la posibilidad de verlo en nuestra mirada; nos asimilan en su momento
fantástico y abren sus manos en un "ojalá pueda ser" que seguro
compartimos.
Llega la noche y
Charlot se pierde entre la multitud. A veces una mujer se acerca y toca su
bastón, sus hombros, su rostro de fotografía. Piensa en el swing saliente de
las bocinas y lo observa saltar de mesa a mesa con un baile tap. Nosotros lo
dejamos descolgarse y caminar hacia la barra, señalar un vaso y atreverse a
abrir la llave del lavaplatos. Aunque Molina es quien hace presencia (tal vez
acompañado de Carlos. Extraño, porque Carlos hizo a Charlot y Molina lo trajo al
bar) y busca lugar en la barra sin olvidar tomar una Póker escondida en el
refrigerador. Suena el "pop" fresco y vacío de la tapa volando cuando
Molina se dedica a la cerveza. La sostiene, la sopesa, hace una mueca y bebe
lento. Espera gastar el tiempo hasta la hora de cierre.
Poco a poco los altivos
cafelómanos o etílicos nocturnos buscan la salida del bar. Y como en iglesia
frente a Cristo redentor, antes de pisar calle, voltean para dar la última
mirada a Charlot. Algunos aprietan sus manos con fervor y las sumen, bueno, eso
parece, en el pecho. Pero al no encontrar reacción ante sus súplicas se encogen
de hombros y bajan la cabeza. Nos miran también, nos miran con odio pequeño,
esperan una respuesta. Sólo Miguel intenta tranquilizarlos, se encoge también
de hombros. Entonces comprenden: ese día no será, y se marchan apresurados por
la imagen de Fifo recostado contra la puerta de la entrada. Al sabernos
solos abrimos seis cervezas pues el
Paisa caerá con el otro Carlos. Esa noche estamos rendidos.
Allí sigue Charlot, y
Molina da el primer sorbo, Observa de reojo la figura colgada en la pared. Parece un medium frente la incertidumbre
de quienes aún no comprenden.