Imagine los avatares
recorridos de un paraguas. Imagine su cúpula protectora de
un
llanto de nubes afligidas,
que en el momento de mayor sentimiento promueve una caída súbita de gotas al
pensar en su estado
gaseoso.
Un paraguas es una
evasión elegante, diferente
al
cartón o la
bolsa de plástico en la cabeza de señoras en una sala de estética. También es
parasol, y el desempeño, cuando libera sus prendas en forma de globo, sorprende
en días de poco trabajo y de caminata en los parques. Se despliega alegre ante
un mediodía
inquietante de domingo,
pero nada memorable en la hora de almuerzo de la jornada
laboral.
El paraguas o
parasol puede conocerse como sombrilla,
nombre gracioso al estudiarlo sin semántica en rigor. Y la jaqueca no proviene de la lluvia o del sol; sino de la falta de
sombra. Entonces su labor es de pino o sauce, levanta las ramas para regalar
una oscuridad obsesionada
por pegarse al cuerpo del beneficiario.
El mango, caballito de
madera. Es divertido ver pasar a un señor con su sombrilla bajo el brazo, o a
una señora intentando arreglarla a causa del viento persistente que
en vez de cúpula
abre
un
embudo. Cabría pensar en un paraviento. Sólo imagine la función. ¿Por qué no? Podrían existir.