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viernes, 13 de diciembre de 2013

Bienvenidos

Los niños iniciaron con el techo. Siguieron con las ventanas, la puerta, el jardín. Cuando la anciana llegó y vio los añicos de galleta y chocolate que fueron su casa, lloró hasta desmayarse sobre el tapete chantillí en la entrada, donde encontró sin cabeza al hombrecito de jengibre.

La agonía de la anciana se propagó en el bosque como un murmullo. Los padres, arrepentidos por el abandono, siguieron su rastro y hallaron a sus hijos. Estaban dormidos sobre un tapete. La palabra Bienvenidos allí escrita ya era un revoltijo de caramelo y crema pastelera.

martes, 19 de noviembre de 2013

Ofrenda


Observe las flores, el camino del muerto, las calacas de azúcar y el pulque junto al tabaco. Cuelgue el papel picado alrededor del altar y busque la fotografía del difunto. Ponga las frutas, los recuerdos que pueda encontrar: algún disco de Agustín Lara y un torito veracruzano para sufrir la música.

Visite el panteón y coman juntos. Quizá usted salude con una broma y pregunte sobre la salud. Quizá respondan encogiendo los hombros y agradezcan tener la tumba en calma, sin pegatina de familiares, sin los desvaríos de quienes escriben sus nombres y deseos antes de partir. Pueden cantar, ahuyentar la solemnidad, conversar sobre días luego del trabajo o viajes para conocer el mar. 

Lleve el chocolate, el pan de muerto, compártanlo con otros hombres y mujeres bajo sus epitafios, cada uno junto a sus cruces y murmullos comunes. Alguien tomará su palabra y será tamal de mole, café de olla, mezcal sin etiqueta. Alguien estará con los suyos y será olor a cempoalxochitl y tierra mojada, fiesta a la pelona, una línea en el árbol de la vida tallado por un artesano de Michoacán.










viernes, 25 de octubre de 2013

Anuncios como recuerdos



Desaparecen los tiempos de puntos suspensivos y globos de palabras. En el Zócalo una serpiente de voces interpreta el enojo. Llega, también, el sueño solar, y sobre las fachadas de la catedral  y los edificios que parecen un dibujo en papel, la luz intenta sostenerse ante la sombra reptante. Es el susurro iluminado, calienta el rostro y atrae; busca, indaga, devela las efigies citadinas y poco a poco se pierde en una calle. Presenciamos el fin del atardecer.




En un julio remoto están las personas. Esperan el alzamiento de la gran ciudad bajo la temporalidad de concreto y fibra óptica. Las baldosas de la plaza se quebrarán y surgirá la ira antigua y propia; una imaginación colectiva anunciada en el valle de volcanes y en el gran lago. Ahora están ellos en perfiles de arengas y pancartas, necesitados de otro ritmo. Desafían demonios, vierten un acto honroso, un hecho, también, de impulso, palabras y eco, el grito y la comunión para ejercitar un derecho que desaparece.



En el Zócalo de Ciudad de México no son multitud, no son masa informe. Pero los símbolos de la gran serpiente bajan por las calles y se alejan con la tarde. Sólo quedan fotografías de turista y anécdotas entre conversaciones de la misma realidad.











jueves, 26 de septiembre de 2013

viernes, 13 de septiembre de 2013

Fanatismo de un observador

Ha perdido la señal de televisión. La escena de la mujer que llega a casa a cierta hora, el cotejo futbolero de los niños al atardecer o la feria callejera con su música y saltimbanquis de fin de semana, desaparece en un oscuro sólido de la pantalla. Se desespera, maldice en silencio, golpea el televisor. Busca en el directorio telefónico un número. Lo digita; un operador contesta. No saluda, alza la voz. Hay un error con la señal, es la segunda vez. Quiero una revisión inmediata, ahora. Deberán enviar varios técnicos, tengo garantía, no importa si hay cargo nocturno, no puedo ver nada, la imagen se ha ido, ¿llueve?, un poco. Sí, la cámara está afuera, si, prendida, si, en el balcón, yo la cubrí, no le cae agua. en un trípode, como ustedes dijeron, acá espero, yo mismo les abro.

miércoles, 24 de julio de 2013

Un día para asesinos

Sostuve la navaja. Crucé la avenida para cargármelo desde atrás. Ya saldría del banco y rápido se dirigiría a la empresa. Es un tacaño y desconfiado que ni para ir por el dinero de la paga puede encargar a otra persona. A mí, quizá, tanto le he trabajado. Pero aún soy el “joven ayudante” a pesar de los años. Lo único en mi mente fue su imagen en la entrada. Lo anterior, cómo lo perseguí y empuñaba la navaja hasta sacar sangre de mi mano, debía resolverse en ese momento, en ese punto donde sentí, pude sentir, el filo entrando por un costado. Lo pensé muerto. Tuve que imaginar el filo abriendo una y otra vez su carne. Lo quería ver agonizar, pero soy mi cuerpo paralizado cuando él cayó, asfixiado, babeaba espuma y vomitaba un líquido café. Pedía mi ayuda. Intentó recordar mi nombre.
No es el mejor esposo, por eso no habrá quién me culpe. Ayer llegó a casa y soltó su burla sobre la cena, “mi inútil ejemplo como mujer”. Lo dijo, lo ha repetido, lo ha dicho siempre y creo que le gustaban los hombres. No se acercaba, no  dormía conmigo, no soltaba el mínimo de ternura o lástima. Así era él,  sin amante,  sin su esposa. Yo lo quise, traté de comprender y aguanté. Me reprochó la falta de un hijo, me hirieron sus palabras. Por las mañanas, antes de que partiera al trabajo, le preparaba su café amargo y me largaba. Así no le importara que lo hiciera, ya era una costumbre, aunque sin peso entre los dos. Y ese día lo hice, me bañé, puse la radio y calenté el café. Se lo dejé en la mesa. Aunque esta vez quería observar cómo lo bebía. Quise despedirme de él, simple cordialidad. Me miró con furia por quedarme mientras bebía, pero no pude destapar el frasco del veneno.
Me llamaron de su oficina. Un empleado veterano lo encontró malherido, con golpes de gravedad, tirado  en la entrada de la empresa. Llegó luego de un choque con un auto que lo lanzó con fuerza contra el vidrio de una tienda departamental. Se cortó la garganta.
Lo vi cruzar la calle y dirigirse hacia banco. Lo reconozco, esa manera de matar no era para alguien de mi categoría, pero  a fuerza de tanto rebajarme entre los socios,  fue la muerte más humillante que le imagino. Quería algo dulce, igual a una última noche de hotel junto a una bella mujer, aunque esos derechos de gran ejecutivo no le interesan. Como recuerdo el día, me quitó mi lugar, mi parte en la empresa, un golpe certero, “falta de visión y exceso de bacanales”, me dijo por escrito. Lo preparó todo y sin alguna comprensión o dinero de por medio eliminó mi estatus. La junta, de acuerdo todos, más dinero para ellos y yo un memorándum donde decían adiós sin escrúpulos. Nadie me daría trabajo, estoy perdido. Por eso lo esperé, no me importó nada, lo esperé y apreté el acelerador, le eché mi auto encima para reventarlo contra este mundo, dejarlo seco y en el olvido, como yo.

Al salir se le adelantó a unas cuantas personas con ese afán misógino. Debí acelerar, debí acelerar, debí dejar de insistir con el freno, lo quería ver sin vida, pero sólo le presté atención al señor que se le acercó cuando salió del banco. Algo le dijo, algo le clavó en el cuerpo porque se desmoronó de inmediato.

Como odio pensar al esperar en los bancos. Esta manía de un cliente en revisar su día mientras aguarda la transacción. En la mañana mi esposa sirvió el café y estuvo a mi lado mientras lo bebía. Luego llego a la empresa y saber que uno de los socios no se presentó tras la junta anterior. Papeles, borradores, nómina, no tener a una persona de confianza y estar atento a ese joven que no para de vigilarme, lo voy a despedir. Eso ha pasado, eso me importa, los actos directos, no sus derivaciones o mensajes escondidos. Acá se demoran. Esperaré por mi estúpido interés de cobrar la nómina y ser yo quien la pague. Soy duro, quizá cruel, aunque justo. Y me gusta. Siento seducción por ser áspero y ostentar mis decisiones, que silla tan incómoda. Me reprochan, pero nadie tiene un significado valioso para sentirme mal. Somos, es simple, útiles o no. Nos manipulamos para mejorar. Mi esposa, quizá ella podría tener consideración. Está junto a mí, me sirve el café. Quizá ella, en casa, aburrida, resignada, sin hijos, ni un intento tan siquiera. Ya viene la mujer que me atiende con cara de apenada, me entrega el dinero; no me gusta esperar tanto. No me gusta hacer retrospectiva, me hace débil, pensar en otros junto con mis penas. Lo seguro es que ellos lo harán, me suponen, me imaginan. Afuera de este lugar están sus ideas y pensamientos, agotan mi nombre, nuestras relaciones. Creen que les hago la vida imposible. No sé cuánto miedo tendrán.

martes, 25 de junio de 2013

Crónica para fantasmas


Existen los fantasmas por la quema de registradurías. El cuento del espíritu que no razona su estado incorpóreo es una molestia para tener más licencia en este mundo, para recordar un nudo en la garganta o un ardor en el pecho mientras se yerra igual a una bolsa de plástico a merced del viento.
Imagine al país con un porcentaje considerable de entes en activa levitación después de abandonar sus cuerpos. Podría encontrar uno que otro frente al ventanal o sentado en el inodoro de su casa. Ellos continuarían sus labores diarias, y recorrerían iglesias de barrio o centros de billar pensando en sus hogares. Tanta pena inconclusa plantea el desborde poblacional de muchos individuos traslúcidos, y tanto deambular sería un rasgo compartido. No hay otra patraña semejante. La cualidad fantasmal es pragmática.
Mi hipótesis, que negarán sacerdotes y clarividentes, son las registradurías quemadas. Yo sí soy un fantasma. Tengo una ciudadanía, tengo una fecha y un lugar de origen, tengo un crédito financiero y participo en las elecciones presidenciales. Lo sé. Alguien con un perfil de papeleo no debería acreditarse ser un fantasma, pero nací un 31 de diciembre y en las fotos grupales de la familia me ubico en los costados, detrás del primo más alto y con el mismo corte de cabello desde la pubertad. Eso propone algunas dudas.
La firma y el Permiso de identidad validan la suposición. Firmo como escribo mis nombres y apellidos. Lo admito, fallé en el trazo de garabatos elegantes, tomé el camino corto de la caligrafía y las personas miran mis letras como si se fueran a caer. Entre mis conocidos, los del último día del año ostentan una referencia de tinta acorde a esa estética espectral. Luego está el Permiso. Somos minoría quienes lo poseemos. El documento autoriza la existencia en un territorio aunque no haya actas de nacimiento, las cuales aún se redactan. Hemos remitido cartas de inconformidad por la demora en la materialización de los trámites, pero las dependencias gubernamentales las anulan cuando advierten errores en las rúbricas de sus respaldantes.
¿Cómo hallé a los verdaderos fantasmas?, bueno, en redes sociales es fácil saber cronologías y certidumbres. En los retratos, por ejemplo, parecemos convocar una nube gris sobre la cabeza. En reuniones o fiestas nos dicen “Usted es igualito a un amigo”. Hemos inaugurado un concurso donde decidimos quién tiene el aspecto de un fabricante de cajas, y para celebrar un gol de la Selección Colombia recurrimos a un estrechón de manos mientras murmuramos, solo murmuramos, “gol”.
Alguien, en un foro virtual de bienvenida a la comunidad, dijo que al visitar su ciudad le revelaron la noticia del incendio en el depósito de la registraduría civil. Ya recibió el Permiso, y gracias a sus vales hipotecarios recuerda el diseño de su firma. Ningún miembro tomó en serio el comentario. Ninguno, a pesar de las coincidencias, hizo eco de las inquietudes. Los cursos de grafología y la vindicación de cumpleaños decembrinos sostienen nuestro activismo social.
Decidí entonces viajar al pueblo donde pasé la infancia. En la hemeroteca municipal corroboré la sospecha: la registraduría se había incendiado poco después de mi certificación notarial, y aquellos habitantes del 31 de diciembre fundaron un club de deportes de mesa y  “errantería barrial” llamado ‘La bolsa de plástico’. Los visité, nos impusimos fotografiar el encuentro. Mi gente es monosílaba, ejercita una dicción con nulo interés en las vocales y ha obtenido un espacio en la radio local. Su extensa programación musical de Kenny G podría entrar en el libro Guinness, se dice en el pueblo.
Aquí esperaré el acta de nacimiento. Es un hogar y nadie olvida mi pastel y sus velitas. Además, ya soy miembro del club. Pero ahora la situación ha adquirido un matiz de leyenda urbana: algunos de los míos dicen que desaparecemos por desconocer el arte de imprimir la huella dactilar en documentos burocráticos. Sin embargo, aún elegimos alcaldes y presidentes, a pesar de no ir a las temporadas de votación. Es fácil nuestro garabato.

jueves, 9 de mayo de 2013

Calle Francisco I. Madero


Imagine la calle Francisco I. Madero. Piense en media hora de caminata recta sobre el nombre de un revolucionario mexicano. Suponga un atardecer sabatino lleno de protestas, restaurantes, cantinas, discotecas, museos, joyerías, músicos y estatuas humanas. Puede estar tranquilo, no hay que analizar tanta simbología de semáforo y la falta de espacio en andenes es un ayer con tachones de lápiz.
Viaja desde el Zócalo y quiere alcanzar el faro que indica el final de la calle Madero. La Torre Latinoamericana se levanta con afán sobre Ciudad de México. Al observarla recobra sus tiempos de rascacielo inalcanzable en la década de los cincuenta . Caminar es la sentencia, el amuleto de suerte para encontrar abierto el corredor-arteria. Usted se deleita, siente el sabor de una fruta o el inicio de un bolero cuando el divagar lo lleva a las fugas del turismo trivial, los escenarios de antesala: tapete semejante a una lengua saliendo de la boca-babel hiperurbana, extendida en una bienvenida pop. Jack Sparrow debate con Batman y Ironman, los Na´vi ostentan su esplendor azul y acento chilango, el luchador aceitado es invadido por extranjeras y oriundas urgidas de fotos y testificación de su abdomen, el Gato en el Sombrero rasta ni con gotas disimula su irritación ocular, el Capitán América saborea unos tacos de canasta, las calaveras predicen el mal augurio, el guerrero azteca parece una escultura dorada, el Master Chief de los Spartan lidera a los depredadores y aliens, el judío reclama memoria por el Holocausto, la Catrina modela su elegancia lúgubre.
Escucha la voz de un tenor animando la calle desde el balcón de una tienda musical, cerca del Museo con apellido Monsiváis. Los sonidos de una banda de Jazz sorprenden desde un callejón saliente, pegado a un edificio colonial que debió ser el hogar de un conquistador español y ahora es un restaurante de cualquier empresario mexicano. Alguien improvisa la coreografía de Thriller, y un acordeón-mariachi acompaña el pregón lejano de evangélicos maratónicos en su oda a dios o el discurso de ateos empotrados en su odio contra El Vaticano.
Escucha, con acierto de banda sonora en su recorrido, la melodía del organillo, la caja musical decimonónica a la cual un hombre le da cuerda mientras resulta ‘La llorona’ o ‘el Jarabe Tapatío’. Quiere entonces tocar los muros firmes de edificaciones viejas con sus baldosas de azulejo en la fachada. Ve revolotear a las personas en la calle, perdidas entre prodigios, buscan restaurantes o bares o alguna iglesia antigua para fotografiar. Un guía turístico relata historias a un grupo de jóvenes y señores altos y blancos, los centros joyeros prometen diamantes para compromisos de matrimonio, las ventanas de las edificaciones son objetos y pensamientos ocultos y en un antejardín hay una exposición de esculturas amorfas, de Día de muertos o de honra a Fuentes, Monsiváis y Chavela Vargas, con imágenes justas en escala de gris y frases memorables.

Ya está al lado de la Torre Latinoamericana. Recuerda la sugerencia de alguien sobre el mirador en su piso 45. Usted sube, se atreve a contemplar la panorámica. Observa el Palacio de Bellas Artes y el caos del Eje Central Lázaro Cárdenas, esa avenida de gran urbe donde se amotinan personas en semáforos, taxis vinotinto y buses ecológicos. Luego admira el deambular de la Calle Madero. La caminata fue larga, y el hambre son las enchiladas de un restaurante cercano. Piensa en tomar una cerveza al atravesar un callejón que lo lleva al Café Tacuba, tal vez la suerte de nombres revolucionarios lo encause hacia la cantina donde Francisco Villa podría haber brindado por su Ejército del Norte. Eso lo imagina desde la Torre, cuando la noche decanta sobre las personas en busca de las mezcalerías aledañas mientras entonan alguna canción.

miércoles, 17 de abril de 2013

No hay nada, solo agua

–Debes venir –­­dijo al despertarme.
De su cabello caían gotas que reventaban en el suelo. Entró en la habitación en aquel estado de olvido bajo la lluvia. La tomé del brazo, la sequé con afán, cambié sus prendas por otras muy amplias para su estatura. Quise animarla, y le ajusté en su cabeza una diadema en forma de gerbera azul, presente de mamá en mis primeros años de vida. 
–Debes venir. Te quiero mostrar algo–insistió.
–Ya iremos. Sécate y abrígate.
La pobre escurría su color por el agua, pero la dejé renovada frente a un tazón de chocolate, no miento y soy dramática. Supongo que extrañaría a sus padres. No sabía la dirección de su casa o quién respondía por ella en el pueblo. La conocí por casualidad, en el bosque. Venía a visitarme en ocasiones. Siempre me encontraba dormida.
 –Anima un poco el color –dije, y ajusté la diadema en su cabeza-. Es mejor estar aquí dentro.
–Pero debes venir. Te mostraré algo.
–No ves cómo te mojaste, con ese diluvio afuera. Vas a enfermarte.
–No está lloviendo –agarró mi brazo con firmeza y me condujo hacia el antejardín. Su  mano seguía fría.
Al salir el sol nos abrazó.
–Es por allí –señaló un camino de casas viejas–. Subimos una colina y entramos a una plaza que no recordaba
–No te alejes tanto.
–No –respondió–. Ya casi llegamos.
En medio de la plaza había un pozo. Sabía que en pueblos de la sierra no hay acueducto, por ello se busca otra manera de extraer el agua de las montañas.
–Ahí es.
Antes de llegar la agarré de los brazos, presionándolos contra su cuerpo.
–Qué te pasa, por qué vienes sin permiso –intenté regañarla, mirándola de frente.
–Debes venir –gritó. Trató de soltarse. Al lograrlo corrió hacia el pozo y se agarró de los bordes–. Mira.
También me agarré. Traté de alargar el cuello para observar el fondo del pozo. Un recuerdo de infancia quizá rozó mi memoria. Ella se dejó ir en su abstracción sobre el agua retenida, tan oscura. Noté que la diadema en forma de gerbera no le gustó, intentó quitársela. La observé por un rato y el desagrado hacia mi descuido se me hizo nudo en la garganta. Maldije a sus padres.
–Mira –insistió–. Quería regalártela ¿La ves?
–No hay nada, solo agua –le dije, pero en el fondo había un cuerpo. Era de una mujer joven–. No intentes meterte otra vez.

No respondió. Pensé en avisar a las personas del lugar para sacar el cadáver. Parecía llevar un buen tiempo ahí, flotando, como en un sueño. Pobre de la familia. Su piel se desvanecía. Solo hubo un destello de color: su cabello se movió y pude ver la cabeza, el rostro, la diadema en forma de gerbera azul.