Terminó la relación con un punto aparte, en el margen de una aventura y el agotamiento de un cariño etiquetado a través de los años.
Recordó esa noche en su casa, cuando sentada en la cama lo veía a él de pie, recostado contra el tocador,
y evadía
esos
“ojos recriminantes”. Le contó sobre el otro, lo elevó en cualidades, y al dejarse ir por el fanatismo inicial de la novedad, no supo en qué momento
había quedado sola en la habitación. Escuchó unos pasos en las escaleras y un hasta
luego como disfraz para su madre, quien desde la sala intentaba pensar en otra
cosa y rogaba que su telenovela favorita iniciara pronto.
Pero entre el pecho y
sus manos tenía
el desarraigo; sensación de no volverlo a recordar, ni en cartas de novio, ni
en besos frenéticos. Intentó pensarlo en alguna noche de caminatas y charlas
por la ciudad, intentó retener su imagen de confidencia en la derrota. No pudo,
sólo
quedaba ese último señuelo de que existió para terminar. Allí algo la alejaba
en desbandada, el desvanecer de los segundos, un saludo cualquiera al tener
prisa, un adiós dulce y perfecto.