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viernes, 20 de abril de 2012

Aprendiendo a leer


Mira, escribo Libélula en mi libreta y las alitas rozan tu nariz. Suelto una coma y el grupo de ocho letras frota sus patas de tinta contra la madera de la mesita de noche. Al dejar caer el punto final, la invocación vuela hacia la ventana y decide olvidarnos. Es el precipicio de cosa inconclusa que te invade. Y lo sabemos, quieres otra palabra.
Pero ya distingues lo escrito en un papel, ya mamá te inscribió en un curso avanzado de lectura porque “eres grande y debes reconocer esos garabatos”. No me necesitas para juntar letra con letra y reunir un mundillo de signos, de iz-quier-da a de-re-cha. Entonces te paso mi libreta y lees Libélula y pronuncias esa palabra como se pronuncia un conjuro: anhelo de algo cruzando la habitación, de alitas rozando la nariz y descanso sobre la mesita de noche, sin salida por la ventana ni precipicio de línea y punto.
Esperamos. Lees de nuevo. Repites. Otra vez… Quizá falta mejorar la dicción.

martes, 10 de abril de 2012

Isabel y los planetas

Recordé a Isabel y su overol de planetas. De niña me decía, al observar el cielo desde el patio de una casa en Manizales, que su prenda favorita estaba hecha con fragmentos de cuerpos celestes.
=Cuando caen yo los recojo y los vuelvo un overol. =aseguraba sin importarle mi escepticismo ante sus afirmaciones de sastre excéntrico. Quizá en camisas sería viable, pero en aquellos pantalones desajustados el tiempo dejaría un conjunto de ripios. Ni un grano de Marte o aro de Saturno saldrían a relucir.
He tenido noticias de Isabel, por eso la recordé. Su nombre, me aseguraron, tenía la etiqueta de ‘Creadora gastronómica’ en un restaurante pereirano bien reseñado en el voz a voz y la prensa local. Quise felicitarla al volver a Colombia. La llamé a su trabajo, el número telefónico no era un misterio, y quedé en verla en la hora de cierre. Al llegar, la administradora me dijo que “El Chef” subía a la azotea antes de marcharse. Allí la encontré, sentada en un taburete, observaba el cielo y formaba con sus manos una especie de recipiente. Ya había visto esa posición. Isabel anhelaba tejer un overol nuevo, combinar piedras de Venus con cráteres de Mercurio y luego, al vestirlo, moverse sin la represión de las tallas terrestres, donde los números definen la comodidad. El anterior le quedaba pequeño y de repente empezó a extinguirse.
=Se deshila solo =me dijo.
Necesitaba uno ajustado a su estatura y edad de ser chef en un restaurante. Había esperado mucho tiempo para hacerlo, y le pesaba, marcaba los años entre dos noches: una en el patio de cierta casa manizalita, otra, en la azotea de un restaurante pereirano.

domingo, 1 de abril de 2012

Una exposición de Botero

Pamen me entregó la cámara fotográfica. La dejó en mis manos, dentro de una bolsa.
Llegué en metro a la estación Allende y caminé rumbo al palacio de Bellas Artes. En la plazoleta, frente al palacio de tantas postales turísticas sobre Ciudad de México, cinco estatuas oscuras se engalanaban en su volumen corporal. Los “Botero” no me conmueven, pero al observarlos sentí los adioses que nunca se olvidan. Saqué la cámara y escuché el clic del interruptor, el parpadeo descarado sobre aquellas mujeres y hombres de bronce que levantaban sus rostros hacia los volcanes de la ciudad palimpsesta.
Me creí un intérprete, me sentí hecho del origen.
Mi última foto fue una panorámica de la noche sobre Bellas Artes. Luego corrí en busca de Pamen. Crucé la calle de la Alameda y subí hacia la estación Hidalgo. No me fijé en el perro con forma de globo acostado en el camino y tropecé. Golpeé a la señora en la venta de periódicos que al tomar aire desprendía los botones de su vestido. No me fijé en el pisotón que le propiné a un niño de cachetes llenos de helio, ni en el grupo de son jarocho al cual caí de rodillas y que confundí con un equipo de sumo.
–Fue mi culpa –les dije al escucharlos jadear–. Aún no sé coordinar mis pies de elefante..