Mira, escribo Libélula en
mi libreta y las alitas rozan tu nariz. Suelto una coma y el grupo de ocho
letras frota sus patas de tinta contra la madera de la mesita de noche. Al
dejar caer el punto final, la invocación vuela hacia la ventana y decide
olvidarnos. Es el precipicio de cosa inconclusa que te invade. Y lo sabemos,
quieres otra palabra.
Pero ya distingues lo
escrito en un papel, ya mamá te inscribió en un curso avanzado de lectura
porque “eres grande y debes reconocer esos garabatos”. No me necesitas para
juntar letra con letra y reunir un mundillo de signos, de iz-quier-da a
de-re-cha. Entonces te paso mi libreta y lees Libélula y pronuncias esa palabra
como se pronuncia un conjuro: anhelo de algo cruzando la habitación, de alitas
rozando la nariz y descanso sobre la mesita de noche, sin salida por la ventana
ni precipicio de línea y punto.
Esperamos. Lees de nuevo.
Repites. Otra vez… Quizá falta mejorar la dicción.