Martín sostuvo
la moneda con sus dedos índice y pulgar. Extendió el brazo y giró su cuerpo dándole
la espalda a la ventana. La luz que entraba en la habitación iluminó el grabado
de la mujer guerrera, los caballos alados en un trote por el cielo, el sol
desprendido de su centro, abarcando el contorno entero del círculo metálico
donde existía.
-Es tuya –dijo el abuelo–. Alguien me la dio hace muchos años. Ahora te la entrego.
Martín se
sintió como un recuerdo, no como el heredero de un objeto alejado de su origen,
aunque eso no mitigó su responsabilidad: debía buscarle un refugio hasta que
llegara su turno de entregarla. Imaginó innumerables abuelos y nietos pasando
de mano en mano a esa mujer guerrera, imaginó tantos dedos tocándola,
gastándola, eliminando así la posibilidad de continuar ese largo impulso
sanguíneo, la existencia del peso en el cuerpo sugiriendo un encuentro similar.
-No la olvides...
–murmuró el abuelo–. El sonido de un claxon entró en la habitación,
desvaneciendo esa súplica final. No pudo abrazarlo, no pudo jurarle que no
habría forma de olvidarla, entonces la guardó en una caja escondida detrás del clóset,
donde escribió el nombre del poseedor anterior. Se acomodó la corbata y el saco
y bajó. Sus padres esperaban silenciosos dentro del auto.
No la olvides, recordó las palabras mientras la ciudad quedaba atrás y un paisaje de
árboles se imponía. No la olvides,
presintió el miedo por algo roto. Pero la sabía segura, alejada de otra
intención aparte de ser entregada en su momento, y se llenó de un pacto de
raíz, de soporte familiar, un legado para ser más que hijo o abuelo o padre o
nieto. “No la olvides” se dijo y decidió mejorar el escondite tan pronto su
madre dejase de llorar y tuviera la oportunidad de despedirse, después de leer
el epitafio y llevar las primeras flores.