–Debes venir –dijo al despertarme.
De su cabello caían gotas que reventaban
en el suelo. Entró en la habitación en aquel estado de olvido bajo la lluvia.
La tomé del brazo, la sequé con afán, cambié sus prendas por otras muy amplias
para su estatura. Quise animarla, y le ajusté en su cabeza una diadema en forma
de gerbera azul, presente de mamá en mis primeros años de vida.
–Debes venir. Te quiero mostrar algo–insistió.
–Ya iremos. Sécate y abrígate.
La pobre escurría su color por el agua,
pero la dejé renovada frente a un tazón de chocolate, no miento y soy
dramática. Supongo que extrañaría a sus padres. No sabía la dirección de su
casa o quién respondía por ella en el pueblo. La conocí por casualidad, en el
bosque. Venía a visitarme en ocasiones. Siempre me encontraba dormida.
–Anima
un poco el color –dije, y ajusté la diadema en su cabeza-. Es mejor estar aquí
dentro.
–Pero debes venir. Te mostraré algo.
–No ves cómo te mojaste, con ese diluvio
afuera. Vas a enfermarte.
–No está lloviendo –agarró mi brazo con
firmeza y me condujo hacia el antejardín. Su
mano seguía fría.
Al salir el sol nos abrazó.
–Es por allí –señaló un camino de casas
viejas–. Subimos una colina y entramos a una plaza que no recordaba
–No te alejes tanto.
–No –respondió–. Ya casi llegamos.
En medio de la plaza había un pozo.
Sabía que en pueblos de la sierra no hay acueducto, por ello se busca otra
manera de extraer el agua de las montañas.
–Ahí es.
Antes de llegar la agarré de los brazos,
presionándolos contra su cuerpo.
–Qué te pasa, por qué vienes sin permiso
–intenté regañarla, mirándola de frente.
–Debes venir –gritó. Trató de soltarse.
Al lograrlo corrió hacia el pozo y se agarró de los bordes–. Mira.
También me agarré. Traté de alargar el
cuello para observar el fondo del pozo. Un recuerdo de infancia quizá rozó mi
memoria. Ella se dejó ir en su abstracción sobre el agua retenida, tan oscura.
Noté que la diadema en forma de gerbera no le gustó, intentó quitársela. La
observé por un rato y el desagrado hacia mi descuido se me hizo nudo en la
garganta. Maldije a sus padres.
–Mira –insistió–. Quería regalártela ¿La
ves?
–No hay nada, solo agua –le dije, pero en
el fondo había un cuerpo. Era de una mujer joven–. No intentes meterte otra
vez.
No respondió. Pensé en avisar a las
personas del lugar para sacar el cadáver. Parecía llevar un buen tiempo ahí,
flotando, como en un sueño. Pobre de la familia. Su piel se desvanecía. Solo
hubo un destello de color: su cabello se movió y pude ver la cabeza, el rostro,
la diadema en forma de gerbera azul.