Jorge, el guacamayo chihuahense, agradece la compañía
del público a pesar de la llovizna que cae sobre Tijuana en esa noche de marzo.
En la ciudad fronteriza los verbos llover y escampar resultan inusuales en las
conversaciones. y la llegada de una brisa puede significar la cancelación de un
partido de fútbol a punto de celebrarse en la colonia.
Pero el rasgueo de las jaranas y el punteo del
requinto y la leona no esperan el vaticinio del meteorólogo. Tampoco el zapateo
de la bailadora, el cascabeleo de la quijada de burro y el “ponch” del
marimbol. Las tonadas de El bajalú, El cascabel y Los chiles verdes aparecen.
Las voces de Ricardo, Marco, Jorge, Adriana, Nessbi y Edna se celebran con los
gritos de guerra jarochos. En el bar se escuchan los “eso”, los “venga, venga”.
los “juy”.
Marco, el guacamayo de Guerrero, habla de la poesía
del son, la “gente sonera” narrando historias del campo sureño. También
menciona el Fandango Fronterizo, la fiesta anual de los jaraneros de San Diego
y Tijuana que reunidos en el muro cruzan cantos entre Estados Unidos y México.
Un versador sube a la tarima al ser llamado por Jorge.
Raúl Candelario dice ser el vuelo del cenzontle que llegó a la frontera
acompañado por su jarana, y para volver a sus tierras del sur sube el tono de
su voz y declama: “Nací a la espalda de Los Tuxtlas, entre el llano y la
sabana, entre ríos y lagunas, loros y cañas, y tal vez fue la cuna con bejuco
amarrada, donde mi madre jarocha versos me cantaba.”
La bamba es el cierre. Radio Guacamaya entona el son del
hasta luego en un fandango, es el final necesario del rito musical, y en el bar
todos corean la misma promesa de naufragio nacida en algún lugar de Veracruz:
“yo no soy marinero, por ti seré, por ti seré, por ti seré.”