Los niños iniciaron con el techo. Siguieron con las
ventanas, la puerta, el jardín. Cuando la anciana llegó y vio los añicos de
galleta y chocolate que fueron su casa, lloró hasta desmayarse sobre el tapete
chantillí en la entrada, donde encontró sin cabeza al hombrecito de jengibre.
La agonía de la anciana se propagó en el bosque como
un murmullo. Los padres, arrepentidos por el abandono, siguieron su rastro y
hallaron a sus hijos. Estaban dormidos sobre un tapete. La palabra Bienvenidos
allí escrita ya era un revoltijo de caramelo y crema pastelera.