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martes, 20 de enero de 2015

Luna y el telescopio

Desde la azotea de su casa, Pereira es una mano extendiendo los cinco dedos al percibir nuestra mirada. Cuando subimos la escalera, con algo de torre y hecha para personas con pie de niño dios, sabemos que antes de cruzar la puerta hacia tal apertura, estamos refugiados en el puño de la ciudad.
–No, en medio de una flor –ella corrige–. Apenas nos siente abre sus pétalos de animales y árboles.

–Pétalos como dedos –reitero–, llenos de edificios y sosteniendo un Bolívar desnudo en sus yemas.
Allí está el telescopio, nuestro inicio de cartógrafos lunares. Y la atención hacia el barrio San Camilo, de asombro al doblar una esquina, de vecinos en sus casas, el teatro mudo visto por los ventanales, se pierde al concentrarnos en el firmamento e intentar contar los puntos luminosos, pensando que cada uno es otra ciudad, otra azotea donde hay dos personas sosteniendo un telescopio como catalejo, no muy pesado y con un trípode para niño dios, recostados contra un muro, detallando por el lente cómo se acerca la luna y enumerando conejos saliendo de sus cráteres o rostros humanos hechos de montañas en su superficie.
Así divagamos en la noche. Nos llaman acomer y un Weimaraner sube y deja caer su cuerpo de flecha sobre ella. Así divagamos más allá de la noche, esperando que baje sus brazos ese individuo lunario tan preocupado por presentimientos de espías lejanos. Entonces lo vemos hablar con hombres y mujeres recogiendo conejos emergentes de cráteres, gritándoles y saltando a su alrededor mientras señala un lugar remoto: alguien los observa de nuevo por un telescopio desde cualquiera de esos puntitos brillantes colgados en el vacío.