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domingo, 30 de abril de 2017

El oficio de los voladores

Nos definimos alrededor de un astro provisional, creado en los patios de las casas, la cometa. Olvide los avances en la fusión de metales y la ingeniería aeroespacial si piensa en su diseño, olvide el asta y la bandera nacional cuando la observa planear. La colonización del cielo, el control de las fronteras o la vigilancia urbana, son inquietudes de códigos de acceso y mapas satelitales ajenas a aquella extensión flotante de la imaginería. Como voladores, el oficio es otro, nada sencillo, claro: colgar una señal en el pergamino azul para los solitarios en los días de viento.

Dos palitos en forma de cruz son el esqueleto de nuestro arte, un rombo de papel de colores es su cuerpo. Algunos compañeros la llaman papalote, piensan en una mariposa que con su vuelo se aleja de las playas y los desiertos. Otros la nombran papagayo, y la estética cromática de su forma provoca un ambiente de plumas y trópico. Hay quienes le dicen culebrina, pues su cola hecha de tiras sostiene un ritmo de ondas similar a los de una serpiente en un intento de salto. Pero en ninguna geografía la cometa se separa de la madeja de piola. En una colina, o en una terraza, los voladores soltamos el hilo y esperamos el encuentro con el viento. No corremos para apresurar el éxito, la caza de ráfagas puede volverla clavadora. Los iniciados cometen el error, y al cabo de varios intentos por elevarla encuentran a sus pies un objeto kamikaze de palitos, papel y cola.

Intentamos mejorar en el oficio. Muchos de nosotros ya vuelan barriletes de tela, donde escriben mensajes de bienvenida o dibujan calaveras o las alas de un cóndor. Ellos quieren la lejanía en el cielo hasta perder de vista el punto colorido. Son generosos con la longitud de la piola y sortean otras cometas en la ruta. Saben que entre más alta esté la señal, el mensaje de nuestro gremio será visto por los empleados de los call-centers y se reflejará en las pantallas de los teléfonos celular.