Nos definimos alrededor de un astro provisional,
creado en los patios de las casas, la cometa. Olvide los avances en la fusión
de metales y la ingeniería aeroespacial si piensa en su diseño, olvide el asta
y la bandera nacional cuando la observa planear. La colonización del cielo, el control
de las fronteras o la vigilancia urbana, son inquietudes de códigos de acceso y
mapas satelitales ajenas a aquella extensión flotante de la imaginería. Como
voladores, el oficio es otro, nada sencillo, claro: colgar una señal en el
pergamino azul para los solitarios en los días de viento.
Dos palitos en forma de cruz son el esqueleto de nuestro
arte, un rombo de papel de colores es su cuerpo. Algunos compañeros la llaman
papalote, piensan en una mariposa que con su vuelo se aleja de las playas y los
desiertos. Otros la nombran papagayo, y la estética cromática de su forma
provoca un ambiente de plumas y trópico. Hay quienes le dicen culebrina, pues
su cola hecha de tiras sostiene un ritmo de ondas similar a los de una
serpiente en un intento de salto. Pero en ninguna geografía la cometa se separa
de la madeja de piola. En una colina, o en una terraza, los voladores soltamos
el hilo y esperamos el encuentro con el viento. No corremos para apresurar el
éxito, la caza de ráfagas puede volverla clavadora. Los iniciados cometen el
error, y al cabo de varios intentos por elevarla encuentran a sus pies un
objeto kamikaze de palitos, papel y
cola.
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