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miércoles, 30 de abril de 2014

(Para quien pueda volver a leer) Primera nota encontrada

Para quien pueda volver a leer:
Redacté el artículo. El editor lo leyó, arqueó las cejas, y con la boca abierta juntó los dientes. Tomó su tiempo para decirme que en el periódico nadie quería tener problemas por las próximas ediciones. Me habló como un padre que le expresa su cariño a un chico antes de abandonarlo.
Esperé la noche en la sala de redacción. Tomé un tinto (“tinto, ya no tendrá sabor la palabra) y hojeé un diccionario de sinónimos y antónimos olvidado sobre el cubículo del primer compañero perdido. Quedábamos pocos, y algunos de nosotros ya portaban el gafete con el sello de la recién creada Oficina Central de la Lengua (OCL). Así que nadie me hablaría, nadie volvería a invitar a su casa al autor de un artículo aletrado, a una persona nostálgica por el hallazgo de un diccionario de sinónimos y antónimos.
Fue el editor quien ofreció llevarme.
- ¿Todo bien?
- Usted qué cree.
- Salga de la ciudad, eso creo. La verdad no sé cómo va a sobrevivir.
- Ni yo lo sé.
- La OCL sabe de usted. Los correctores de principios y valores lingüísticos lo han notificado.
Entré en mi departamento. Desde la sala escuché el sonido de la calle e imaginé su llegada, la violencia. Corrí hacia la biblioteca. En una canasta para ropa arrojé los pocos libros salvados de la anterior quema barrial, las revistas y los periódicos robados de la hemeroteca antes de ser clausurada, la reportería sobre el taller de cuento de Rodolfo JM, mi colección salsera de vinilos , mi computadora y un juego de plumas BIC sin utilizar.
Prendí un fósforo. El viento que entraba por una ventana lo apagó. Prendí otro. Esta vez yo lo apagué. Pude llorar: quemar una vida sería darles la razón a pesar de librar mis culpas. Entonces tomé una de las plumas y una hoja de cuaderno sobresalientes en el olvido obligado de la canasta y empecé a escribir esta nota. Así vuelvo a mi caligrafía torcida, a los errores humanos, a los tachones críticos de mi juventud, cuando era un iniciado en el oficio y anotaba en una libretita cada historia de conversaciones mientras pateaba la calle. Pero los oigo llegar, los oigo tumbar la puerta. Pronuncian mi nombre, me llaman, se acercan… La luna (“luna”) no aparece en el cielo, una nube la oculta. Quién podría recordarme ¿Alguien me imaginará este momento?, cuando estoy a punto de…no escribiré esa palabra, pero no hacerlo, para ellos, es una victoria.
Mejor, Hescriviré Azí, azí perderán y lebantarán mi nooombre como una reveldýa hapagada a tiempho.
Ezcondo este papel. Los ezpero.

Att…

miércoles, 16 de abril de 2014

Payaso

Poco fue el dinero ganado en la última presentación del día. Chapetín, el payaso del barrio, bajó del autobús ya entrada la noche, y caminó lento hacia su pensión, Se introdujo a través de corredores que a lado y lado levantaban un encierro de casas bajas con luces de incendio y melodías caleñas en su interior. Al fondo de la calle una escalera de viacrucis partía en dos una colina de construcciones descuidadas, como pesebre después del 6 de enero. Chapetín sabía su ruta. Le pesó no haberse quitado antes sus zapatos de gigantismo. A cada paso suyo, un snoc seco era celebrado por niños en manga de esqueleto que aparecían en los portales de las casas, sólo para gritar hacia adentro, a una madre o un padre cansado, “ya viene el payaso”.
Antes de llegar a la pensión, la menos querida del lugar, y con la fama de mujeres extrañas en sus pasillos, contó el dinero recogido en el día y resopló. Se dirigió hacia la tienda esquinera de la cuadra en busca de leche y huevos. El tendero, que cargaba pila sin medir el desparpajo y tomaba cerveza en compañía de los muchachos de la motocicleta, supo quién iba a ser su burla gastada al escuchar el snoc en creciente de unas pisadas. Fue un ir y venir de bromas entre el hombre y el payaso; humor busetero, voz aguda y pervertida, risa apabullante, bufón inquisidor, el azaroso destino de  un visaje casposo y boleta. Era difícil seguir el ritmo apañador de Chapetín. El tendero lo reconocía, pero no estaba en su naturaleza razonar experiencias. Tipo fantoche ante los duros del barrio. Mejor saludar con señas y rogarle a dios que su sarcasmo no intentara algún ataque provocador de un ritmo de tartamudo y mentadas de madre.
Resultó bravo el achante del tendero al intentar joder al de los zapatos grandes. Luego de la batalla, el hombre observó a su contrincante dirigirse hacia la otra esquina, abrir la puerta de la pensión, voltear a mirarlo y lanzarle besos. Los muchachos de la motocicleta recibieron  carcajeados los cariños.

Chapetín se encerró en su habitación, no salió a la fiesta irremediable de un barrio encajado en un viernes cuando sus vecinas lo invitaron en el pasillo al sentir venir la música del Grupo Niche desde la calle. Aunque las llenó de cuentos verdes, las nalgueó, apretujó sus cuerpos  y las invitó a terminar la jornada en su cama. Después de verlas perderse en la voluptuosa noche y cerrar la puerta de su refugio, prendíó el velador de San Juditas que tenía en una mesa de noche y dejó atrás las bromas y el ruido, los hombres, su mundo, la furia de la parranda siempre juvenil, las bocas de metal sobre la mesa de la tienda, la leche, los huevos, lo güevones y pendejos. Dejó atrás, en el corredor de su cuarto, un tiradero de globos desinflados y cornetas, el desespero al colgar el sombrero de flor en un perchero heredado, sus nervios al quitarse el moño en la oscuridad sin ventanas. No pensó en el calzado hiperbólico al lado de un vestido para el calor y un par de tacones nuevos. En un rincón del baño olvidó el overol estrambótico y la camisa de pepas gigantes. Se sintió bien al desnudarse y desprendió la faja que apretaba sus senos. Vino el ritual del desmaquillaje, y mientras pasaba un algodón humedecido con agua de rosas por su rostro, detalló frente al espejo como desaparecía blanco que la cubría. Entonces sonrió.