Martín, en el último
madero de la biblioteca, sobre una caja de zapatos, envuelto en papel celofán,
encontrarás un reloj de arena. Olvida al anciano que cuidas mientras su familia
aventura un paseo dominical. Ellos necesitan libertad, y tú eres el elegido
para compartir el mutismo de ese patriarca ausente.
Pero olvídalo, busca el
reloj. Busca una butaca en la cocina, aparta la caja de zapatos, toma esa pieza
nada común fuera de una película fantástica, desenvuelve el celofán y dirígete
hacia la sala donde el “vegetal”, como lo llamas, no objeta tu interés por ver
en televisión el resumen futbolero.
Detalla los adornos en
bronce de la estructura: el signo infinito grabado en los bordes del cristal
que contiene aquellas partículas lejanas. No escuches al comentarista rabiar
tras una falta dentro del área. No le prestes atención a la agitación del
anciano cuando la arena llega a la boquilla y empieza a filtrarse. Quizá
piensas en los días universitarios unidos a esa caída, en una novia, tal vez la
primera, en la familia, en alguna discusión, en la casa, en un recuerdo de
infancia. El tiempo pasa, Martín, lo sé, en él perdemos todo. Ahora intentas
deletrear tu nombre mientras el desierto encapsulado lo cubre. Al descender el
último grano mira el reloj sin pestañear, otórgame ese capricho, y voltéalo,
reinicia su labor.
Escucha, ¿puedes?, el
comentarista canta un gol. Ahora cambiaré de canal.