Querida A:
Es mi última carta. Le he escrito otras. Cada una es
un intento de verla, una invitación a tomar un café. No hay nada de malo en un
café. Es una opción recurrente, dirá usted, pero la virtud del café está en el
diálogo introductorio. Hay algo en él que incita las indagatorias básicas
evadiendo los tropiezos. Uno puede meterle datos extras, puede darse el lujo de
encontrar semejanzas o jurar el préstamo de un disco de Pearl Jam o Carmelo
Torres. Además, la primera invitación es una promesa de no retardar el encuentro.
Un café no son dos, aunque sería posible cuando la charla fluye y usted
reconoce que lo recurrente no suele estar vacío y luego, eso lo decidiremos, no
viene mal una cerveza, no dos, claro.
Me dirá si acepta la invitación, Iríamos al lugarcito
pasando la calle, frente al bloque de departamentos donde vivimos. Seguro lo
habrá visto. A veces, cuando llego del trabajo, la he encontrado allí, leyendo
o haciendo tiempo, bueno, en una cafetería es lo mismo. No la vigilo, no piense
eso, por favor. Fue una casualidad el verla por una de las ventanas que dan a
la esquina. Usted se sentó cerca de una y observó algo en la calle por la cual
pasé. El lugar lo atiende un tipo sudamericano, de Ecuador o Venezuela o
Colombia. Para mí todos son iguales, sus banderas son iguales. El ambiente por
lo menos no lo mezclan con fusiones de jazz. ¡Ah! la gente pensando en saxofón
y capuchino.
Cómo quiero saber cosas suyas, A, cómo quiero
encontrar en mi biblioteca un ejemplar de su novela favorita. Cada noche que
baje a mi departamento y decida quedarse (aunque será difícil convencerla,
usted pensaría en lo absurdo de dormir en otro lugar pues tiene cama propia y
colchón inmejorable) podría narrarle un capítulo mientras se deja llevar por
las palabras, observando el techo,
descalza, recostada en el sillón que acabo de comprar. Quizá piense en algunas
frituras y unos cigarrillos y la posibilidad de avanzar otros dos o tres
capítulos. Perdóneme, tengo la insana costumbre de no fumar, y en mis gavetas
sólo hay latas de atún y sopa instantánea, y tomo cerveza, el vino me da
jaqueca y es tonto beberlo si no es de caja, o si desconocemos lo dulce y
semidulce. Y novela pero no poemas o cuentos pues…Perdóneme de nuevo. A veces
no dejo espacio para sus gustos. Usted dirá si vino o cerveza o café. Usted
dirá si cambio el colchón de mi cama.
La nombré A. Me hace subir, literal. Ya le expliqué
mis razones en otra carta. Intenté saber su nombre, pero al no preguntarlo de
manera directa no hay un permiso de saludos en el elevador o de ayuda con las
bolsas del mercado, momentos simples de películas con Tom Hanks. Sin embargo lo
intenté: Miré el número de la puerta de su departamento y en el buzón de correo
del lobby busqué el nombre. Usted no tiene cara de ‘Josefina’, ha de ser la
casera. Investigué con el portero viejo de la noche, él lo sabe todo. Por eso
esperé un día, en la cafetería. La vi doblar la esquina y entrar en el
edificio. Luego yo arribé, alarmado, a la señorita se le había caído el celular
en la calle y entregarlo era una obligación vecinal ¡Claro! es molesto hacerlo
desconociendo el nombre del propietario. “Ah caray”, dijo el portero, y así lo
supe: no era la dueña, no cargaba con uno.
No había duda en ese “Ah caray”, mucho menos en el regaño posterior del
viejo, algo paternal.
Entonces es A, el inicio de mi día. ¿Le conté sobre la
primera vez que la vi? quizá, aunque importa poco. Cada vez fue una primera vez
y ahora soy una balada de radio para planchar. Retomo: La letra inicial del
alfabeto no es la M o la J, y aunque no
nos guste saber que antes de esa vocal no hay nada, ahí está, ahí estamos
pronunciándola. Además, su piso no podría ser otro aparte del último, la uno de
arriba hacia abajo; su sonido es ascendente, nunca aterriza, nunca se estrella
en picada con la punta inferior izquierda de B, ese señor de fiestas y gritos,
su vecino. Lo odia ¿no? yo lo hago, pero usted no es de estar encerrada. En
realidad la vi poco, y créame, lo intenté muchas veces. No la perseguí hasta su
trabajo, o donde vaya. Siempre llegaba sola, como la A en su vuelo, como el
departamento en lo más alto, caminando por esta ciudad sin proporciones.
Alguien cuidándola es exagerado, incluso, molesto. Lo mío era la A del edificio, no quería
enterarme de sus consonantes.
¿Escribir su nombre habría sido importante? Si en vez
de A fuera Juana, y claro, puse “Querida A”, un poco descortés sólo escribir
“A”, o “Diana” o “Para A” o “Para Ilse”. Las guías románticas proponen
admiración, no tanto como “Adorada A”, eso ya es dar por sentado una
correspondencia, o “Mi Diosa Coroná” siguiendo las pistas de la canción de B.
Que odio le cargo. Debe ser amigo del tipo de la cafetería. Pero no importa su
nombre, A, aunque me hubiera gustado tocar su puerta y saber que las cartas no
le cayeron mal. Digamos: me invita a pasar, destapa un par de cervezas y no me
muestra su cédula para erradicar a A. Yo le señalo la cafetería por la ventana
de su departamento. “No se alarme”, digo. Usted sonríe, toma el teléfono,
marca, pide pizza, eso pasa en las películas, ya sin Tom. Así, noche tras noche, subimos y bajamos escaleras
¿Qué lee? “No importa”, dice, enciende
un cigarrillo, se tira en un sofá, no pone música, no pasaremos de dormir uno
al lado del otro, indaga su biblioteca, repite “No importa”, da un chupón del
pitillo y mira cómo desaparecen las bolitas de humo sobre su frente.
El café, mi departamento, el suyo, la confianza de
tener su novela favorita en mi mesa de noche, ya no en la biblioteca. Aunque
muy poco la veo, y al hacerlo le dedico una carta. Las pego en su puerta, en la
madrugada. Sé que tiene conocimiento de ellas, sé que no las lee, sé que no ha
denunciado un abuso. Cuando pensaba en escribir ésta nos encontramos. Fue en el
elevador. Usted dijo “Buenos días”, no le contesté. Preguntó por la cafetería,
no le contesté. Se quedó callada. Esperó que se abriera la puerta y en el lobby
salió sin mirar hacia atrás.
¿Por qué me habló? ¿Por qué me hizo saber sobre su
respiración, sobre sus ojos enmarcados por líneas gruesas, algo egipcios? ¿Por
qué me sonrió y enseñó sus dientes de conejito? ¿Por qué me dejó detallar el
movimiento de sus piernas, esos signos de admiración? No pude nombrarla. Y
afuera estaba quién ahora puede prestarle discos de Pearl Jam y Carmelo Torres
y acompañarla por un café mientras discuten el capítulo de alguna novela. Usted
leerá esta carta, no hay duda, no pregunte la razón de saberlo. La dejo pegada
en la siempre puerta de A. Yo lanzaré bolitas de humo sin saber cómo hacerlo, y
sentiré que el olor a quemado no es una cosa oxidada de las historias trágicas.