Un hoyo crece a mis espaldas. Es una mancha con hambre
que se traga la cama, la biblioteca y el bombillo en lo alto. No me siento
culpable por la falta de valor para hacerle frente. Tampoco saldré de la
habitación en un intento de supervivencia. Ahí está, lo sé, y se come el
tejado, el cesto de la basura, el tazón de chocolate, los zapatos y las
fotografías pegadas en la pared. Imagino su cercanía mientras escribo y pruebo
la eficacia de una afirmación: nadie tocará tres veces la puerta, nadie gritará mi nombre ni preguntará si estoy bien antes de llegar al punto
final de la historia.
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