Colecciono
aviones de papel. Cuando las clases terminan y los estudiantes cruzan las rejas
de los colegios, aparezco. Ojalá no me imaginen como una sombra pegada a la
pared, como quien viste gabán y sombrero y recorre calles sin saludar o
preguntar una dirección. No soy una leyenda urbana. De serlo, me convertiría en
el disfrute de sanatorios o de futuros reporteros con tarea para el fin de
semana. La crónica de color, eso sería, el periodismo de ciudad publicado en
los tabloides dominicales.
Solo
quiero compartir mi impulso coleccionable. Quiero promover un colectivo
alrededor de los aviones de papel, y no es necesario el hipo conversacional de
internet. Un aeroplano se construye en el anonimato. Su diseño no tiene nombre
o responsable que levante el dedo índice. Dejemos a un lado los elogios virales
y las autobiografías. Si motivo en otros el interés por la ingeniería de la
hoja de cuaderno o del octavo de cartulina, el rumor será el vuelo de un
ejemplar (bond, tres dobleces, estrellas de lapicero en la cola, punta recta)
lanzado desde cualquier ángulo de la ciudad.
“En
sus manos tiene el primero de su colección”, leerá en una de las alas del avión
al recogerlo luego de verlo aterrizar a sus pies. De nada servirá contemplar o
cruzar el puente en busca de la figura de quien lo lanzó, mucho menos entrar en
un edificio de apartamentos y tocar la puerta tercera del piso quinto. Aunque
esa mirada detrás de una anomalía lo convierte en un posible miembro del
colectivo. No interesarle sería hacer una bolita de papel y echarla a la
basura. Entonces lee, supone, pregunta. Nadie le dirá cómo halló “el primero de
su colección”, nadie le dará un cuadernillo de indicaciones o le susurrará una
palabra secreta al oído. Está adentro, así lo sabrá, y en medio de una calle
observa y descubre a hombres y mujeres refugiados en la sombra de un puente, a detallistas
de las alturas que tropiezan por no bajar la cabeza y fijarse en sus pasos, a porteros
y aseadores de colegios en su charla con los vendedores de mecato de los
paraderos de bus, a profesores universitarios y bachilleres con una pila de
papeles desdoblados bajo el brazo.
Observa
y trata de recordar cada avión de papel que sobrevoló el salón de clases cuando
las arrugas de la camisa solo eran una vergüenza materna. Observa y se pregunta
dónde los guardan y cuántos vuelos a hecho “el primero de su colección” antes
de volver a sus manos.
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