Existe una palabra campesina con tilde sureña, una palabra que en el norte pierde
ese pequeño hipo lineal y deja el arrebato fonético de las esdrújulas. Ya no es
arepa ni patacón, ya no es huevo frito con yema explosiva ni aguapanela o jugo
de maracuyá. Quién pedirá una cazuela montañera donde el arroz sea un deber
estético, una lengua hecha agua, la sal en una caída sin cordura.
En el inicio del sur la
palabra se pide espesa, prevalece como aroma festivo en medio de la jornada
laboral, vaticina el chocolate junto al calentado en la mañana. En los fogones
cercanos al Trópico de Cáncer, su pronunciación alimenta la gramática de las
graves; es tortilla, sope, gordita y tlayuda. Está en medio del maíz, sobre el
maíz. Provoca las ansias en los puestos ambulantes o en las casas al desayuno.
Viene el bistec, las cebollitas y el queso panela u oaxaca, vienen las salsas
de chile y el ardor apaciguado por un agua de jamaica; viene, también, el
aguacate, pero el aguacate cruza fronteras sin inquietudes de tildes o acentos,
y en ninguna latitud surge la discordia ante el instante pacífico de tal elogio
común.
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