Salgo al corredor y me conecto a la red. Tengo una mesa plegable y una silla de plástico. Puedo acomodarme sin
ninguna dolencia de rodillas y no imagino el encierro dentro de una caja de
fósforos. Me refugio en un pasillo con el ancho y el largo de dos jockeys
acostados, uno al lado del otro; es la frontera entre mi departamento y el de
Fredy, el peruano que llegó al periódico para ser el editor en jefe de la Local.
Conmigo se la lleva bien; le he pasado algunos temas vallenatos y La pipa
de la paz de los Atercio. Soy su vecino, claro, la cordialidad sudamericana
impera.
Fredy dice “¡Pucha,
Tavo!” cuando me ve en el corredor en la madrugada, pues estoy sentado frente a
mi computadora y él no espera toparse con alguien despierto al subir las escaleras
y abrir la puerta de su departamento. Yo saco mi silla y mesa, enciendo el
primer Camel y entro en la red. La señal en mi habitación es nula. Cómo no
sentir ese impacto de lo inesperado al encontrar el rostro de un muchacho tergiversado
ante la insípida luz de la pantalla y la nicotina. Mi vecino llega con una carga
de nombres y voces a olvidar porque alguien obliga a hacerlo. No quiere
pensar en tipos desvelados y entregados a ese mundo en el cual el peso de la
saliva en la boca o de la tierra en las uñas resulta un simple juego virtual.
“Qué pasó, parce”, le
digo sin apartar la mirada de una serie de videos de personas maniatadas y pixeladas.
Me quito los audífonos, claro. “Nada, Tavo, nada pasa cuando lo ordenan. ¿Tú ves algo interesante?”, “Nada, siempre es el mismo contenido exagerado”, aclaro
y dejo salir el humo de mi boca mientras Fredy enciende el cigarrillo que le
entrego, le da una chupada y lo avienta por las escaleras. “Ya va a salir el
sol”, dice al revisar el adorno de su llavero con el logotipo del periódico y escudriñar
su reloj de mano, “Ya es hora de dormir, Hoy la chamba estará cabrona”, “Si,
parce, ya me voy a desconectar”. Pero yo no aviento el último Camel a medio
fumar: lo apago en un borde de la mesa y lo guardo en la
cajetilla.
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