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Piso el suelo de Palmillas. El viento tiene algo
de polvo. He bajado del autobús. Hay un preámbulo de
calor. Una corriente tibia y lenta pasa. He bajado en medio de la autopista con sus autos sin espera. Es
directa, nada la detiene, ni el paisaje de caña, los campesinos en sus sillones o alguna tienda al
borde de la carretera con promesa de cerveza y Coca-Cola.
Si hubiera seguido el viaje tendría un inicio de mar. Me recibiría una
cabeza olmeca y podría divisar el horizonte desde la playa. Imaginaría a Cortés acercándose con su cruz. Cantaría el recuerdo de Agustín Lara sin ritmo ni
memoria, pero reconociendo que Veracruz me
llevaría a una noche en otra geografía amurallada. Sólo una vez he visitado Cartagena, y junto a quienes llamo Daniel y Mayra
escuché vallenatos destinados a un panameño y una canadiense. Un amor de besos y viajes frente al
reflejo de la luna en el Caribe.
Pero piso el suelo de Palmillas mientras el hombre frente al volante del autobús me da instrucciones sobre cómo volver
a Córdoba, la ciudad donde está la sala de redacción del Diario El Mundo.
Aunque las indicaciones reafirman el sentido paternal de los mexicanos. Ellos
pueden echar su vida al olvido con tal de ayudar si hay un “gracias” al final.
Una palabra que para otros es mera cortesía, en la paciencia del conductor por
oírla es un objetivo de cordialidad cumplida. Volver es fácil. Se debe cruzar
la autopista y esperar el arribo de otro bus en dirección opuesta. No es necesario el señalamiento de
cartógrafo. Sin embargo, es importante
decirle “Gracias”.
La vía me recuerda a Guayabal-Armero, mi pueblo colombiano al borde de una ruta que
conecta el sur del país con Bogotá. Veo a un anciano de piel quemada y
alpargatas recostado contra el portal de una
casa. Pregunto sobre la carrera de caballos de la feria de Palmillas. Es la una de la tarde y los sombreros parecen ser el
símbolo patrio de este pedazo del municipio de Yanga, “El primer pueblo libre de América”, según lo escrito en carteles turísticos, una comunidad ejido gracias a las reformas agrarias y las tramas de poder de la Revolución Mexicana. “Tierra y libertad”
es la memoria moldeada con juegos
políticos en la imagen de Emiliano Zapata, el revolucionario de bigote envidiable. Una herencia artificial posible de leer en las
paredes de la sede de cualquier sociedad veracruzana de campesinos.
El anciano señala el punto donde encontraré la plaza central.
Siento caliente la suela de mis botas. A través de mi espalda baja una gota de
sudor. Necesito sombra y cerveza. En la primera
tienda que veo una jarocha duda de mi acento y reconoce mi origen cafetalero, pero de Veracruz.
Mientras tomo una ´Victoria´ y pienso en una
´Póker´, imagino la forma del pueblo, una especie de
urbanización olvidada, una inversión cancelada por aburrimiento. Palmillas
tendrá la figura de un círculo, sus calles, de asfalto gastado y montículos de tierra en los costados, se dirigen a la plaza, el lugar donde es
necesario ir si se quiere tomar otro rumbo.
Arribo al
ombligo de Palmillas. Para estar en tiempos de feria hay silencio. Entro en una iglesia, es el lugar menos caliente.
¿El sacerdote?, pregunto, “Descansa”,
me dice una señora que limpia los pies de las
figuras de los santos en sus
pedestales. "¿El ejidatario?, pregunto. La mujer me hace esperar mientras lo buscan en
su rancho. Envía a un niño con cuerpo de garza que al correr podría ser alejado
del suelo sí asomara un viento descorazonado.
Aguardo la
llegada del ejidatorio en la plaza. Visito los juegos
mecánicos. Al mediodía son un cuadro esteril. Bajo sus sombras proyectadas los operadores descansan, comen tacos placeros y toman cerveza
o Coca-Cola. El ruido parece desvanecido. Un régimen de sopor instaura su lógica. Los movimientos son
lentos en las pocas personas alrededor, y hasta los papeles de colores, amarrados a los metales vencidos
de la rueda y los carritos chocones, dan la sensación de pesadez.
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Llamo a Manuel Ureste, mi editor. Me recuerda no prestar atención a
cualquier actividad panfletaria, menos si son de los partidos grandes de
México. Doy la espalda. Entonces veo la postal, las dos tiendas de sorpresas
bajo sendos árboles que despuntan en un amarillo y verde difícil de evadir. Buscan ampliarse, inflar sus cuerpos de madera. Están unidos al quiosco por una serie de papeles de colores. En ese momento Palmillas no es un simple gasto de lo
normal en un día caluroso de fin de semana. Allí hay otro lugar, un mensaje,
una suerte de susurro o guiño capcioso, algo no definido completamente y es su tranquilidad mantenerse así, atento a
un asombro para dejarse habitar por un instante y ser un lenguaje
hallado en la búsqueda de casualidades. Poco dura lo que intento describir. Me quedo con su
memoria, mi manera de retenerlo. Bajo
del quiosco. Un hombre junto a un niño me saluda desde una esquina. Un anciano confirma la llegada del
ejidatario.
buen escrito
ResponderEliminarlleno de emociones
de alguien que quiere a
la vida de sus narraciones
Como siempre Mucha. Gracias.
EliminarRetratas con nitidez uno de éstos lugares que se pierden en la nada y adonde quien llega es un evento.
ResponderEliminarEstremece contemplar tanta desolación nos da una gran panorámica a quienes la suerte nos ha llegado a poner en sitios así.
Si Carlos. En realidad el pueblito es triste. Pero es más extraño es que no está tan perdido. Es muy fácil llega a Palmillas.
EliminarSaludos.
Lindas palabras de mi pueblo que me vio crecer entre caña de azúcar y un fuerte calor. Saludos a todos en palmillas desde Alabama U.S.A de parte de la familia De Jesús Flóres.
ResponderEliminarQue hermosa crónica de mi pueblo querido Palmillas, el mismo pueblo que me vio crecer y correr entre sus calles, el mismo pueblo donde disfrute mis momentos locos y felices en mi adolecencia y en el mismo pueblo donde he visto y sentido la tristeza de partir grandes personajes que conformaban a Palmillas ...y en la actualidad sentir tristeza de no estar halla en mi Pueblo Palmillas porque creame a pesar de estar en otro país donde le nombran de los sueños.(eu) extraño mi Palmillas.
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