Cierra
la mano en lo alto cuando alguien más lo hace. El puño es la hoguera vista a lo
lejos que otro imita para hacer llegar la señal. Es la negación al cuerpo
encorvado y los pasos hacia atrás. Allí están los escombros. Una cinta amarilla
los retiene como si fueran animales salvajes. Pueden despertar, pueden caer de
nuevo si la tierra estornuda y decide no preocuparse por nada. Y bajo sus
cuerpos de hierro y concreto una palabra de auxilio busca salir entre las
aberturas. Cierre la mano y combata el silencio. Hace silencio para rasgarlo y
percibir un respiro, un tic tac toc seco contra una pared partida, un zapateo
extinto, un soplo evaporado. Afuera, detrás de la cinta, escuche, olvide que es
usted, que no sabía cómo ayudar y se paró al lado de otro desconocido y pasó
agua y pan y leche. Olvide qué era antes, ya no piense en lo oscuro de la
noche. Allí, su puño en lo alto porque debe hacerlo notar, nadie dijo “álzalo”,
nadie dijo “debes venir y ponerte un cubrebocas y llenarte de polvo y sudor”.
Lo sabe, llega anónimo y se va anónimo, sin conocer nombres. Espera aplaudir y
estrechar manos cuando entre el silencio hallen la existencia de un ruido y el
puño se abra, aunque todavía no es tiempo de volver a casa.
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sábado, 30 de septiembre de 2017
miércoles, 30 de agosto de 2017
Pista para una leyenda urbana
Colecciono
aviones de papel. Cuando las clases terminan y los estudiantes cruzan las rejas
de los colegios, aparezco. Ojalá no me imaginen como una sombra pegada a la
pared, como quien viste gabán y sombrero y recorre calles sin saludar o
preguntar una dirección. No soy una leyenda urbana. De serlo, me convertiría en
el disfrute de sanatorios o de futuros reporteros con tarea para el fin de
semana. La crónica de color, eso sería, el periodismo de ciudad publicado en
los tabloides dominicales.
Solo
quiero compartir mi impulso coleccionable. Quiero promover un colectivo
alrededor de los aviones de papel, y no es necesario el hipo conversacional de
internet. Un aeroplano se construye en el anonimato. Su diseño no tiene nombre
o responsable que levante el dedo índice. Dejemos a un lado los elogios virales
y las autobiografías. Si motivo en otros el interés por la ingeniería de la
hoja de cuaderno o del octavo de cartulina, el rumor será el vuelo de un
ejemplar (bond, tres dobleces, estrellas de lapicero en la cola, punta recta)
lanzado desde cualquier ángulo de la ciudad.
“En
sus manos tiene el primero de su colección”, leerá en una de las alas del avión
al recogerlo luego de verlo aterrizar a sus pies. De nada servirá contemplar o
cruzar el puente en busca de la figura de quien lo lanzó, mucho menos entrar en
un edificio de apartamentos y tocar la puerta tercera del piso quinto. Aunque
esa mirada detrás de una anomalía lo convierte en un posible miembro del
colectivo. No interesarle sería hacer una bolita de papel y echarla a la
basura. Entonces lee, supone, pregunta. Nadie le dirá cómo halló “el primero de
su colección”, nadie le dará un cuadernillo de indicaciones o le susurrará una
palabra secreta al oído. Está adentro, así lo sabrá, y en medio de una calle
observa y descubre a hombres y mujeres refugiados en la sombra de un puente, a detallistas
de las alturas que tropiezan por no bajar la cabeza y fijarse en sus pasos, a porteros
y aseadores de colegios en su charla con los vendedores de mecato de los
paraderos de bus, a profesores universitarios y bachilleres con una pila de
papeles desdoblados bajo el brazo.
Observa
y trata de recordar cada avión de papel que sobrevoló el salón de clases cuando
las arrugas de la camisa solo eran una vergüenza materna. Observa y se pregunta
dónde los guardan y cuántos vuelos a hecho “el primero de su colección” antes
de volver a sus manos.
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Cuento.
Ubicación:
Mexicali, B.C., México
viernes, 30 de junio de 2017
Predicción con punto final
Un hoyo crece a mis espaldas. Es una mancha con hambre
que se traga la cama, la biblioteca y el bombillo en lo alto. No me siento
culpable por la falta de valor para hacerle frente. Tampoco saldré de la
habitación en un intento de supervivencia. Ahí está, lo sé, y se come el
tejado, el cesto de la basura, el tazón de chocolate, los zapatos y las
fotografías pegadas en la pared. Imagino su cercanía mientras escribo y pruebo
la eficacia de una afirmación: nadie tocará tres veces la puerta, nadie gritará mi nombre ni preguntará si estoy bien antes de llegar al punto
final de la historia.
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Cuento.
Ubicación:
Mexicali, Baja California, México
martes, 23 de mayo de 2017
Vän
Algo
pasó con Vän. No lo veo desde esta tarde, cuando la
señora entró en la habitación
y le dijo que ya
estaba muy grande para hablar solo.
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Cuento.
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Tijuana, B.C., México
domingo, 30 de abril de 2017
El oficio de los voladores
Nos definimos alrededor de un astro provisional,
creado en los patios de las casas, la cometa. Olvide los avances en la fusión
de metales y la ingeniería aeroespacial si piensa en su diseño, olvide el asta
y la bandera nacional cuando la observa planear. La colonización del cielo, el control
de las fronteras o la vigilancia urbana, son inquietudes de códigos de acceso y
mapas satelitales ajenas a aquella extensión flotante de la imaginería. Como
voladores, el oficio es otro, nada sencillo, claro: colgar una señal en el
pergamino azul para los solitarios en los días de viento.
Dos palitos en forma de cruz son el esqueleto de nuestro
arte, un rombo de papel de colores es su cuerpo. Algunos compañeros la llaman
papalote, piensan en una mariposa que con su vuelo se aleja de las playas y los
desiertos. Otros la nombran papagayo, y la estética cromática de su forma
provoca un ambiente de plumas y trópico. Hay quienes le dicen culebrina, pues
su cola hecha de tiras sostiene un ritmo de ondas similar a los de una
serpiente en un intento de salto. Pero en ninguna geografía la cometa se separa
de la madeja de piola. En una colina, o en una terraza, los voladores soltamos
el hilo y esperamos el encuentro con el viento. No corremos para apresurar el
éxito, la caza de ráfagas puede volverla clavadora. Los iniciados cometen el
error, y al cabo de varios intentos por elevarla encuentran a sus pies un
objeto kamikaze de palitos, papel y
cola.
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Crónica de humo.
Ubicación:
Tijuana, B.C., México
jueves, 9 de marzo de 2017
Notas para una apología perruna
No es fácil escribir sobre
el perro. Quien lo intente podrá iniciar con un ejercicio oral de ladridos frente a un espejo, estirando el
cuello poco a poco hasta alcanzar el punto sonoro más alto y desde allí lanzar la proclama canina como metamorfosis. Cuando la
falta de aire disminuya el impulso, resulta deseable relajar los músculos y
agazaparse mientras deja colgar la lengua. La memoria, entonces, conjurará una
imagen elocuente de un paseo en el parque, una persecución en el barrio o los
lametazos un domingo en la mañana.
Un perro es un
visitante de lo cotidiano. Es un benefactor de las tipologías sencillas. Lo
imaginamos a nuestro lado en la hora del almuerzo o en los azares de un
estornudo. Aunque en la cinematografía es un rescatista en los bosques o el
guardian del anticristo, su definición es el retorno al hogar, la espera indudable.
Un gato, por otro lado, trae aquellos lugares
comunes de las sombras en la noche. Su imagen sugiere el gran escape, la
independencia de los saltos entre muros o la soledad de su pose en un balcón.
Los gatos gastan las palabras en un ambiente de semáforos y lluvia y café. No
anhelan ser extrañados en casa, parece no importarles, y nos gusta leer si
hablan y cuestionan las divagaciones identitarias de las personas.
No es difícil, pues,
escribir sobre felinos. Ya hay guiones y expectativas de asombro al doblar una
esquina un lector. Allí radica el ronroneo, el maullo, los ojos fijos y desdeñosos,
y la clave está en los tejados. Un perro poco o nada podrá sostenerse en uno,
mucho menos saltarlos con exactitud esbelta. Su figura ilustra la rutina de la
calle y los parques, la esperanza en los puestos de comida o en las bolsas de
basura, el afán al escuchar el timbre de una puerta, la somnolencia en un
pasillo o la frontera de una carnicería. Quién podrá hacerlo un monumento
elegante de la cotidianidad, quién lo propondrá como emblema de las tardes o
del mediodía entre semana. Pero esas son horas ocupadas. Parece que debemos
esperar la noche y los días de descanso para aplaudir y destruir los códigos de
barras.
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Fauna.
Ubicación:
Tijuana, Baja California, Mexico
martes, 14 de febrero de 2017
Fronteras
Salgo al corredor y me conecto a la red. Tengo una mesa plegable y una silla de plástico. Puedo acomodarme sin
ninguna dolencia de rodillas y no imagino el encierro dentro de una caja de
fósforos. Me refugio en un pasillo con el ancho y el largo de dos jockeys
acostados, uno al lado del otro; es la frontera entre mi departamento y el de
Fredy, el peruano que llegó al periódico para ser el editor en jefe de la Local.
Conmigo se la lleva bien; le he pasado algunos temas vallenatos y La pipa
de la paz de los Atercio. Soy su vecino, claro, la cordialidad sudamericana
impera.
Fredy dice “¡Pucha,
Tavo!” cuando me ve en el corredor en la madrugada, pues estoy sentado frente a
mi computadora y él no espera toparse con alguien despierto al subir las escaleras
y abrir la puerta de su departamento. Yo saco mi silla y mesa, enciendo el
primer Camel y entro en la red. La señal en mi habitación es nula. Cómo no
sentir ese impacto de lo inesperado al encontrar el rostro de un muchacho tergiversado
ante la insípida luz de la pantalla y la nicotina. Mi vecino llega con una carga
de nombres y voces a olvidar porque alguien obliga a hacerlo. No quiere
pensar en tipos desvelados y entregados a ese mundo en el cual el peso de la
saliva en la boca o de la tierra en las uñas resulta un simple juego virtual.
“Qué pasó, parce”, le
digo sin apartar la mirada de una serie de videos de personas maniatadas y pixeladas.
Me quito los audífonos, claro. “Nada, Tavo, nada pasa cuando lo ordenan. ¿Tú ves algo interesante?”, “Nada, siempre es el mismo contenido exagerado”, aclaro
y dejo salir el humo de mi boca mientras Fredy enciende el cigarrillo que le
entrego, le da una chupada y lo avienta por las escaleras. “Ya va a salir el
sol”, dice al revisar el adorno de su llavero con el logotipo del periódico y escudriñar
su reloj de mano, “Ya es hora de dormir, Hoy la chamba estará cabrona”, “Si,
parce, ya me voy a desconectar”. Pero yo no aviento el último Camel a medio
fumar: lo apago en un borde de la mesa y lo guardo en la
cajetilla.
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Cuento.
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Tijuana, Baja California, Mexico
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