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sábado, 30 de septiembre de 2017

Qué es el silencio en un día de septiembre



Cierra la mano en lo alto cuando alguien más lo hace. El puño es la hoguera vista a lo lejos que otro imita para hacer llegar la señal. Es la negación al cuerpo encorvado y los pasos hacia atrás. Allí están los escombros. Una cinta amarilla los retiene como si fueran animales salvajes. Pueden despertar, pueden caer de nuevo si la tierra estornuda y decide no preocuparse por nada. Y bajo sus cuerpos de hierro y concreto una palabra de auxilio busca salir entre las aberturas. Cierre la mano y combata el silencio. Hace silencio para rasgarlo y percibir un respiro, un tic tac toc seco contra una pared partida, un zapateo extinto, un soplo evaporado. Afuera, detrás de la cinta, escuche, olvide que es usted, que no sabía cómo ayudar y se paró al lado de otro desconocido y pasó agua y pan y leche. Olvide qué era antes, ya no piense en lo oscuro de la noche. Allí, su puño en lo alto porque debe hacerlo notar, nadie dijo “álzalo”, nadie dijo “debes venir y ponerte un cubrebocas y llenarte de polvo y sudor”. Lo sabe, llega anónimo y se va anónimo, sin conocer nombres. Espera aplaudir y estrechar manos cuando entre el silencio hallen la existencia de un ruido y el puño se abra, aunque todavía no es tiempo de volver a casa.

miércoles, 30 de agosto de 2017

Pista para una leyenda urbana


Colecciono aviones de papel. Cuando las clases terminan y los estudiantes cruzan las rejas de los colegios, aparezco. Ojalá no me imaginen como una sombra pegada a la pared, como quien viste gabán y sombrero y recorre calles sin saludar o preguntar una dirección. No soy una leyenda urbana. De serlo, me convertiría en el disfrute de sanatorios o de futuros reporteros con tarea para el fin de semana. La crónica de color, eso sería, el periodismo de ciudad publicado en los tabloides dominicales.
Solo quiero compartir mi impulso coleccionable. Quiero promover un colectivo alrededor de los aviones de papel, y no es necesario el hipo conversacional de internet. Un aeroplano se construye en el anonimato. Su diseño no tiene nombre o responsable que levante el dedo índice. Dejemos a un lado los elogios virales y las autobiografías. Si motivo en otros el interés por la ingeniería de la hoja de cuaderno o del octavo de cartulina, el rumor será el vuelo de un ejemplar (bond, tres dobleces, estrellas de lapicero en la cola, punta recta) lanzado desde cualquier ángulo de la ciudad.
“En sus manos tiene el primero de su colección”, leerá en una de las alas del avión al recogerlo luego de verlo aterrizar a sus pies. De nada servirá contemplar o cruzar el puente en busca de la figura de quien lo lanzó, mucho menos entrar en un edificio de apartamentos y tocar la puerta tercera del piso quinto. Aunque esa mirada detrás de una anomalía lo convierte en un posible miembro del colectivo. No interesarle sería hacer una bolita de papel y echarla a la basura. Entonces lee, supone, pregunta. Nadie le dirá cómo halló “el primero de su colección”, nadie le dará un cuadernillo de indicaciones o le susurrará una palabra secreta al oído. Está adentro, así lo sabrá, y en medio de una calle observa y descubre a hombres y mujeres refugiados en la sombra de un puente, a detallistas de las alturas que tropiezan por no bajar la cabeza y fijarse en sus pasos, a porteros y aseadores de colegios en su charla con los vendedores de mecato de los paraderos de bus, a profesores universitarios y bachilleres con una pila de papeles desdoblados bajo el brazo.
Observa y trata de recordar cada avión de papel que sobrevoló el salón de clases cuando las arrugas de la camisa solo eran una vergüenza materna. Observa y se pregunta dónde los guardan y cuántos vuelos a hecho “el primero de su colección” antes de volver a sus manos.

viernes, 30 de junio de 2017

Predicción con punto final


Un hoyo crece a mis espaldas. Es una mancha con hambre que se traga la cama, la biblioteca y el bombillo en lo alto. No me siento culpable por la falta de valor para hacerle frente. Tampoco saldré de la habitación en un intento de supervivencia. Ahí está, lo sé, y se come el tejado, el cesto de la basura, el tazón de chocolate, los zapatos y las fotografías pegadas en la pared. Imagino su cercanía mientras escribo y pruebo la eficacia de una afirmación: nadie tocará tres veces la puerta, nadie gritará mi nombre ni preguntará si estoy bien antes de llegar al punto final de la historia.

martes, 23 de mayo de 2017

Vän

Algo pasó con Vän. No lo veo desde esta tardecuando la señora entró en la habitación y le dijo que ya estaba muy grande para hablar solo.

domingo, 30 de abril de 2017

El oficio de los voladores

Nos definimos alrededor de un astro provisional, creado en los patios de las casas, la cometa. Olvide los avances en la fusión de metales y la ingeniería aeroespacial si piensa en su diseño, olvide el asta y la bandera nacional cuando la observa planear. La colonización del cielo, el control de las fronteras o la vigilancia urbana, son inquietudes de códigos de acceso y mapas satelitales ajenas a aquella extensión flotante de la imaginería. Como voladores, el oficio es otro, nada sencillo, claro: colgar una señal en el pergamino azul para los solitarios en los días de viento.

Dos palitos en forma de cruz son el esqueleto de nuestro arte, un rombo de papel de colores es su cuerpo. Algunos compañeros la llaman papalote, piensan en una mariposa que con su vuelo se aleja de las playas y los desiertos. Otros la nombran papagayo, y la estética cromática de su forma provoca un ambiente de plumas y trópico. Hay quienes le dicen culebrina, pues su cola hecha de tiras sostiene un ritmo de ondas similar a los de una serpiente en un intento de salto. Pero en ninguna geografía la cometa se separa de la madeja de piola. En una colina, o en una terraza, los voladores soltamos el hilo y esperamos el encuentro con el viento. No corremos para apresurar el éxito, la caza de ráfagas puede volverla clavadora. Los iniciados cometen el error, y al cabo de varios intentos por elevarla encuentran a sus pies un objeto kamikaze de palitos, papel y cola.

Intentamos mejorar en el oficio. Muchos de nosotros ya vuelan barriletes de tela, donde escriben mensajes de bienvenida o dibujan calaveras o las alas de un cóndor. Ellos quieren la lejanía en el cielo hasta perder de vista el punto colorido. Son generosos con la longitud de la piola y sortean otras cometas en la ruta. Saben que entre más alta esté la señal, el mensaje de nuestro gremio será visto por los empleados de los call-centers y se reflejará en las pantallas de los teléfonos celular.

jueves, 9 de marzo de 2017

Notas para una apología perruna

No es fácil escribir sobre el perro. Quien lo intente podrá iniciar con un ejercicio oral de  ladridos frente a un espejo, estirando el cuello poco a poco hasta alcanzar el punto sonoro más alto y desde allí lanzar la proclama canina como metamorfosis. Cuando la falta de aire disminuya el impulso, resulta deseable relajar los músculos y agazaparse mientras deja colgar la lengua. La memoria, entonces, conjurará una imagen elocuente de un paseo en el parque, una persecución en el barrio o los lametazos un domingo en la mañana.
Un perro es un visitante de lo cotidiano. Es un benefactor de las tipologías sencillas. Lo imaginamos a nuestro lado en la hora del almuerzo o en los azares de un estornudo. Aunque en la cinematografía es un rescatista en los bosques o el guardian del anticristo, su definición es el retorno al hogar, la espera indudable.
 Un gato, por otro lado, trae aquellos lugares comunes de las sombras en la noche. Su imagen sugiere el gran escape, la independencia de los saltos entre muros o la soledad de su pose en un balcón. Los gatos gastan las palabras en un ambiente de semáforos y lluvia y café. No anhelan ser extrañados en casa, parece no importarles, y nos gusta leer si hablan y cuestionan las divagaciones identitarias de las personas.
No es difícil, pues, escribir sobre felinos. Ya hay guiones y expectativas de asombro al doblar una esquina un lector. Allí radica el ronroneo, el maullo, los ojos fijos y desdeñosos, y la clave está en los tejados. Un perro poco o nada podrá sostenerse en uno, mucho menos saltarlos con exactitud esbelta. Su figura ilustra la rutina de la calle y los parques, la esperanza en los puestos de comida o en las bolsas de basura, el afán al escuchar el timbre de una puerta, la somnolencia en un pasillo o la frontera de una carnicería. Quién podrá hacerlo un monumento elegante de la cotidianidad, quién lo propondrá como emblema de las tardes o del mediodía entre semana. Pero esas son horas ocupadas. Parece que debemos esperar la noche y los días de descanso para aplaudir y destruir los códigos de barras.

martes, 14 de febrero de 2017

Fronteras

Salgo al corredor y me conecto a la red. Tengo una mesa plegable y una silla de plástico. Puedo acomodarme sin ninguna dolencia de rodillas y no imagino el encierro dentro de una caja de fósforos. Me refugio en un pasillo con el ancho y el largo de dos jockeys acostados, uno al lado del otro; es la frontera entre mi departamento y el de Fredy, el peruano que llegó al periódico para ser el editor en jefe de la Local. Conmigo se la lleva bien; le he pasado algunos temas vallenatos y La pipa de la paz de los Atercio. Soy su vecino, claro, la cordialidad sudamericana impera.
Fredy dice “¡Pucha, Tavo!” cuando me ve en el corredor en la madrugada, pues estoy sentado frente a mi computadora y él no espera toparse con alguien despierto al subir las escaleras y abrir la puerta de su departamento. Yo saco mi silla y mesa, enciendo el primer Camel y entro en la red. La señal en mi habitación es nula. Cómo no sentir ese impacto de lo inesperado al encontrar el rostro de un muchacho tergiversado ante la insípida luz de la pantalla y la nicotina. Mi vecino llega con una carga de nombres y voces a olvidar porque alguien obliga a hacerlo. No quiere pensar en tipos desvelados y entregados a ese mundo en el cual el peso de la saliva en la boca o de la tierra en las uñas resulta un simple juego virtual.
“Qué pasó, parce”, le digo sin apartar la mirada de una serie de videos de personas maniatadas y pixeladas. Me quito los audífonos, claro. “Nada, Tavo, nada pasa cuando lo ordenan. ¿Tú ves algo interesante?”, “Nada, siempre es el mismo contenido exagerado”, aclaro y dejo salir el humo de mi boca mientras Fredy enciende el cigarrillo que le entrego, le da una chupada y lo avienta por las escaleras. “Ya va a salir el sol”, dice al revisar el adorno de su llavero con el logotipo del periódico y escudriñar su reloj de mano, “Ya es hora de dormir, Hoy la chamba estará cabrona”, “Si, parce, ya me voy a desconectar”. Pero yo no aviento el último Camel a medio fumar: lo apago en un borde de la mesa y lo guardo en la cajetilla.