El juego de encontrar
la canica en uno de los tres vasos tomó cierta popularidad en la ciudad. Madres
y padres cabezas de hogar entraron en crisis económica al apostar; creían que era un golpe de suerte y
no les parecía raro la falta de un ganador hasta el momento. Pero en una de
tantas mañanas, en la cual pululaban los interesados en el esparcimiento nulo en probabilidades generosas,
apareció el primer y último
victorioso. Fue,
quizá,
quien arriesgó
la suma de dinero
más grande para encontrar la canica tan extraviada a todos. Incluso el
propietario del juego exhibió
una leve irritación en las mejillas al ver tanto billete de alta denominación sobre la mesa. Tuvo unos minutos de duda antes de
emprender los movimientos en zig-zag con los vasos y hablar más rápido y más
duro de lo normal. Al parar no alcanzó a preguntar ¿En dónde está la canica?, pues el nuevo apostador señaló sin
titubear el vaso contrario al señalado por el resto de personas y, en efecto,
ahí estaba.
Hubo un aplauso corto y espaldarazos de felicitación.
Aunque
el ganador partió refunfuñando y sin recibir el pago. Al día siguiente apareció
con una orden de clausura
del juego. Sostenía haber
sido timado según las normas estipuladas en el régimen jurídico
de la
suerte
y el
azar.
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